viernes, 22 de junio de 2012 in

Paso del fuego: Noche de San Juan


Paso del fuego: Noche de San Juan


 Una rama por la hoguera
o por el paso del fuego.
Otra por la caballada
urgencia de vida y celo.
Y la tercera soy yo
como Móndida del pueblo.

Son las vestales sagradas
que al Astro Rey ofrecían
de San Juan en la alborada
lo mejor que poseían.

Enjaezadas las bridas
y los bicornios calados
se ronda por las murallas
en remedo del pasado.


Hoy, queríamos contemplarlo así: sin el murmullo de la marabunta, sin el sonido chisporroteante de los 2.000 kilogramos de troncos de roble que los horguneros preparan para que en la noche del 23 de Junio ardan durante tres horas y formen ese rojo  manto de candentes brasas de roble, formando una alfombra de fuego de siete metros,-por un metro de anchura y un grosor en torno a los veinte centímetros-, por donde los pasadores cruzarán con paso firme y llegar al otro extremo en cinco u ocho zancadas y tocar la gloria. Queríamos contemplarlo sin móndidas, sin sonidos de trompeta, sin los ritos ancestrales, sin la catarsis buscada de una fiesta bulliciosa con música, baile y participación. Deseábamos contemplarlas solitarios y en silencio y lo hemos conseguido.

Deseábamos estar solos para imaginar cómo comenzaban a llenarse con más de tres mil personas las gradas del anfiteatro de la ermita de la Virgen de la Peña y presenciar el tradicional paso del fuego, rito mágico del Solsticio de verano, de la noche más corta del año, de un culto recordatorio significativo de Juan el Bautista, de un calendario festivo, de un fuego que purifica, de agua que cura y renueva, de hierbas salutíferas, pronósticos y adivinaciones. Noche para soñar, desear... y dormir sólo cuando apunte el alba.


Allí, sentados frente a la puerta de la ermita, nos ha iluminado el librito “La estación de amor. Fiestas populares de mayo a San Juan”, Julio Caro Baroja (1914-1995), para decirnos que esta  celebración está datada en los orígenes perdidos en la nebulosa de los tiempos y adaptada, a su manera, por los sampedranos para reproducir punto por punto lo que hacían los Hirpi Sorani hace dos mil y pico años. ¿Y qué hacían esos habitadores del monte Soracte, en la Etruria, al lado del santuario de la diosa Feronia? Andar con los pies desnudos sobre las brasas. Sin quemarse, naturalmente.

Allí, sentados frente a poniente, nuestros ojos quedaron fijos tratando de inspeccionar la mancha dejada por la prodigiosa alfombra de brasas luminarias y cuya ceniza barrieron los aires heladores de estas tierras altas. Allí, impresionados, hemos recordado la preparación sabia y cuidadosa  de esa alfombra braseada, pensando que son más de 2.000 años los que contemplan su hazaña. Hemos querido entender por qué lo importante es pisar con decisión, por qué algunos cargan sobre sus espaldas a otra persona, con cuyo peso añadido logra, he ahí el secreto, constituir que el pie al posarse elimine el oxígeno de las brasas, no haya combustión y no abrase. Allí sentados hemos soñado pasar la hoguera. Soñado así parece fácil. Pero, mejor respeten los viajeros las milenarias tradiciones y no se metan en camisa de once varas y salir mal malparados. El intento fue un intento soñado y, además, el sueño nos indicó que era prácticamente imposible dejar pasar a alguien ajeno a la vecindad por aquello de “sampedrano es sampedrano”. Allí sentados recordamos que el año que asistimos a la fiesta, falla la memoria de La Medusa pero bien pudo ser  en la primera mitad de los setenta, sólo hay un recuerdo: nos impresionó ver, lo llamaban así, como Alejandro “Chichorrillas”, con demasiados años a sus espaldas, portaba sobre ellas a una de las móndidas.
La tradición comenzó en la medianoche con la llegada de la tres móndidas. Nos pareció todo de un ritual subido, un ritual iniciático para lograr la inmortalidad a través de la hoguera purificadora y una celebración ancestral. Ellas, tres jóvenes sampedranas elegidas por sorteo entre las mozas casaderas, vestidas de blanco y con un extraño cesto en la cabeza con flores de pan y largas varitas de harina y azafrán (arbujuelo),  presidieron el fuego rememorando, según algunos estudiosos, la abolición del tributo de las cien doncellas tras la derrota musulmana durante el reinado del rey astur Mauregato, y para otros la encarnación de las antiguas sacerdotisas celtíberas.


Allí sentados, eran las nueve de la noche, vimos encender la hoguera, compactar la alfombra y apalear la leña quemada durante dos horas con una vara verde de chopo con el fin de que las ascuas quedasen diminutas, alisar los carbones y, finalmente, previo examen del terreno,  comprobar la no existencia de piedras u objetos metálicos que pudiesen  provocar algún accidente a los pasadores.
Un toque seco de trompeta anunció que la mágica celebración comenzaba. Las gradas ya estaban abarrotadas y,  después de que los pasadores bailaran en torno al fuego, a modo de conjuro, para desafiar y no a una hoguera cualquiera, comenzó el rito. Pasaron la hoguera, cuatro segundos bastaron, se pagó el tributo, las promesas fueron cumplidas y no hubo más. 

Al volver, ya en el día de San Juan, las cuartetas todavía resonaban y resuenan en nuestros oídos.

Del año sesenta y uno
móndida soy sampedrana.
Todos conocéis mi nombre,
vuestro pueblo es mi Patria,
mi virgen la de la Peña,
mi raza, vuestra raza.

Pero no, no soy Manoli
en esta blanca mañana.
Hoy soy más, mucho más.
Soy móndida, estoy ufana.
Soy canción y poesía,
me siento historia y hazaña.


Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

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