El faro, el farero, la tormenta, el viento, la mar….
El faro, el farero, la
tormenta, el viento, la mar….
“...
Y ya estarán los esteros
rezumando azul de mar.
¡Dejadme ser, salineros,
granito del salinar!
¡Qué bien, a la madrugada,
correr en las vagonetas,
llenas de nieve salada,
hacia las blancas casetas!
¡Dejo de ser marinero,
madre, por ser salinero!” (R. Alberti)
rezumando azul de mar.
¡Dejadme ser, salineros,
granito del salinar!
¡Qué bien, a la madrugada,
correr en las vagonetas,
llenas de nieve salada,
hacia las blancas casetas!
¡Dejo de ser marinero,
madre, por ser salinero!” (R. Alberti)
Intuyen
los viajeros, hay que explicárselo a Marcos que hoy visita un faro por vez
primera, que antes, cuando pasaba algo en torno a Palos y sus Hormigas, islas chicas,
los escasos habitantes encenderían una hoguera para que se supiera desde Las
Encañizadas, los pueblos y hombres de campo y de mar de Los Alcázares, San
Javier y San Pedro del Pinatar, hasta la sierra de las Victorias y cabezos del Pericón,
sierra de la Fausilla y los cercanos Calblanque y Monte de las cenizas que en
aquel paraje donde a veces tan sólo estaba el Farero,
pasaba algo grave.
Eso
pudo suceder hace miles de años; luego vino el faro, el teléfono, y ahora los
teléfonos móviles, antorchas perfectamente engrasadas para comunicar Palos con
el mundo. Pero Palos y su faro siguen siendo otro mundo.
En
este otro mundo ya no está el Farero, ni los profesores de fareros, ni los
alumnos a fareros. Allá arriba solo queda el Faro, enhiesto, alumbrando las
noches de los barcos, no con el silencio de aquel Farero, ni de ningún hombre,
sino con silencio de plástico y de clavijas, además el faro es automático.
Desde
la plataforma y balconada del faro, batida hoy por viento de poniente, el
nietecillo y los viajeros se acicalan para divisar las playas que flanquean el
cabo y entre dunas y arbustos semienterrados en arena dudan entre tomar la
carretera o la senda que les lleve a la casa del farero, dejando a sus espaldas
las breñas y restos de aquel bosque de pinos que fue. Enfrente, el mar, el azul
encendido del mar en otoño.
Son
las últimas horas de la tarde y hasta las aguas salitrosas del cercano Mar
Menor pueden estar cociéndose de calor. Aquí el viento convierte la caída de la
tarde en una delicia. Los viajeros no desean perderse el crepúsculo, en el que
un sol rojo redondo como un globo se hunde en un mar rosa y malva. Y ahí está el Faro y el Farero imaginario, ese que, en
algún momento, hasta pudo quejarse de su hartazgo de ver el mar, aunque luego,
al marcharse, lo echase de menos.
Una
carretera asfaltada de unos 300 metros, cerrada para vehículos, conduce a los
viajeros hasta la plataforma del Faro, que hay que ganársela a pie. Un
obstáculo para los viajeros pero una gran oportunidad para disfrutar de los
paisajes urbanísticos de esa franja de tierra, bella en sus inicios naturales y
herida e invadida en estos tiempos.
Una
estrecha senda y sus correspondientes escalinatas permiten a los viajeros llegar
a este punto geográfico. El cabo, desde su altura, nos transmite una sensación
poderosa y extraña a la vez, con amenazadoras rocas de color marrón y negro y
esas calitas que emergen del agua como guardiamarinas del faro, siempre batidas
por el oleaje, donde suelen faenar los pescadores.
El faro es elemento literario y
misterioso de este paisaje costero, emergiendo, con su silueta espigada, como
un sol en miniatura que ilumina navegaciones inciertas en este lugar agreste y hoy
no solitario del litoral. El faro, el farero, la tormenta, el viento, la
mar…. Palabras bellas que incitan a
soñar. ¡Acérquense! para sentir la sensación de lejanía magnificada por la presencia,
cuando azota, del viento levantino o de poniente y oler el mar, también en
otoño, entre cálidos y luminosos acantilados, rocas negras, volcánicas y calas
desnudas: Cala
Roja, Cala de Levante o Cala del Faro, esa que alumbra La Manga del Mar Menor o
Cala Hierro, mirador privilegiado y enclave perfecto para baños secretos en
compañía de su roca enrevesada y la vigilante Isla Grosa a lo lejos.
Para la Medusa, Palos es el Faro, su
Faro, el más emblemático de todos los que conoce, luminaria de la esquina más
bella colocada entre dos mares; fanal costero con historia a sus espaldas y,
también, por asunto de naufragios, lugar traicionero, hermoso y cruel; punto estratégico
del sureste peninsular; vigilante y guardián de toda una reserva llena de
tesoros vivos y avisador a los barcos de que allí se mira pero no se toca. Construido en 1865 para dirigir el tráfico marítimo, también
fue utilizado como escuela de fareros en su voluminoso primer cuerpo. Linterna levantada 50 metros del suelo paliando
la escasa altura del farallón rocoso, final de una serie de cabezos volcánicos,
sobre el que se asienta. Y frente a él, emergiendo como cordón umbilical, las
islas Hormigas: refugio practico del submarinismo, cementerio de barcos y tragedias,
colonia
de corales jugando al escondite en un mar que ya casi se olvidó de ellas y
barrio en el subsuelo del agua donde las esponjas, erizos, cabrillas, lisas,
salmonetes, gambas, langostas y meros hacen su vida.
Plinio
el Viejo, refiriéndose a Cabo de Palos, dejó escrito que: “sobre el cabo hubo un templo consagrado a Saturno para
honrarlo y contemplar el Mediterráneo”. Ahora entendemos que, todo en el Faro y
en Cabo de Palos, es adictivo. Ahí lo dejamos para, al descender, encontrarnos
con la esencia de una villa de pescadores que nos estaban esperando con una
serie de delicias sacadas de las entrañas de ese querido mar.
Texto y fotografías de
La Medusa Paca. Copyright ©
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