miércoles, 14 de noviembre de 2012 in

La Morcilla



La Morcilla



“Coma en dorada vajilla
el Príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados;
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente”. (Góngora)


Se había quedado La Medusa orando a San Martín al tiempo que trataba de asar, para la recua, unos pellejos del cerdo sacrificado, socarrado y ya descuartizado y es que, después del  sacrificio y del socarrado de su piel, eso era el preámbulo dentro del complejo ritual de la matanza. 


La piel del animal había quedado raspada  y el matachín, le tocaba de nuevo actuar, la había dejado lampiña y rosada. “El Artolas” tenía la grandiosa misión de abrir ahora al cerdo en canal, recorriendo con el afiladísimo corte de su cuchillo toda la extensión estomacal, desde el cuello hasta las patas traseras, con cuidado de no seccionar el esófago para evitar molestas regurgitaciones. La abuela recogía sobre un barreño el paquete intestinal, que se utilizaría después para rellenar las morcillas y chorizos, una vez limpiadas las tripas con esmero. A continuación, según se lo iba entregando “el Artolas”, sumo sacerdote de la ceremonia, una de las mondongueras, siempre eran las mismas, recogía, tratando de envolverlo en un paño blanco, el hígado del cerdo que, poco después, sería asado, guisado y revuelto con la sangrecilla, aderezada esta con pimientos rojos, cebolla y ajos para inmediatamente saborearlo en y por la cuadrilla, mientras aún la carne del animal estaba caliente. Previamente, el matarife había entregado unas pequeñas porciones-muestras- al veterinario para que analizase su estado sanitario y asegurarse de que la ingestión de los lomos y jamones del cerdo no produjeran mal alguno. ¡Maldita triquinosis! Para entonces los hombres ya habían enganchado con una estaca la jeta del marrano izándolo, fuera del alcance de los gatos familiares, para orearlo y dejarlo secar hasta la mañana siguiente. 


Resuelta la faena, todo eran felicitaciones. En poco, casi en un plis plas, la matanza había sido consumada. El trajín se trasladaba ahora a la cocina, donde las hijas y nueras de la abuela se afanaban en mezclar el bodrio para el relleno de la morcilla: picaban las chinchorras de manteca y papada del cerdo para volcarlas sobre una gran gamella donde reposaba la cebolla, en el caso de que la llevara, el azúcar y la canela para mezclarlo todo en dicha artesa en la que ya estaba preparada la sangre con el pan y el arroz, cocido con unas horas de antelación. Se probaba la mezcolanza del bodrio y, si estaba en su punto, ya podía ser embutido, a través de un pequeño embudo situado en la morcillera, en los intestinos del cerdo. 


La cordada, generalmente con lotes de seis morcillas se cocía en una de esas grandiosas calderas de cobre y lo que nunca se me explicó el por qué, de vez en cuando, se les acariciaba con una gran hoja de berza. Sacadas de la caldera, y antes de colgarlas en lo alto del granero, se las dejaba sudar abrigadas por el cernadero para después poder ser consumidas.  Y ¡hala!, a cumplir con esa tradición tan antigua como la matanza, esa que ordena realizar un reparto entre los familiares: dar el plato en el que viajaban morcillas, carnes de lo más variadas y huesos del animal. Debo decir que esta ley tácita llevaba o lleva implícito el intercambio y la devolución de la ofrenda.  


¡Afortunada morcilla! ¡Afortunados estómagos de jerarcas, menestrales, literatos, oficinistas, labriegos y maleantes, pícaros, sabios y analfabetos que convivieron y conviven en el yantar con la enjundia de la morcilla.
La Medusa hoy se despide diciendo que, del consabido puerco, todo es aprovechable y apto para el engullimiento de chorizo y de tocino, de untuosos costillares, de orejas, rabos y patas. Y es que el cerdo, con perdón y sin perdón, es el padre de todo esto y más de la morcilla. Ya se sabe que, siendo bueno el padre, la progenie no puede ser mala. Amen.

Mas di: ¿no adoras y precias
la morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica!
Tal debe tener especias.
¡Qué llena está de piñones!
Morcilla de cortesanos,
y asada por esas manos
                                                        hechas a cebar lechones.
(Baltasar de Alcázar: el poeta gastrónomo)

Lo próximo será la receta de: y para postre... Morcillas dulces. Estamos en tiempo de ello.


Texto y fotografías  La Medusa Paca. Copyright ©

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