viernes, 28 de diciembre de 2012 in

Estampas gastronómicas de la Navidad de un pueblo



Estampas gastronómicas de la Navidad de un pueblo


En casa de mis padres, y siendo niño, la cena de Nochebuena reunía a la familia en la cocina en torno al fuego, lo que no era una novedad. En invierno, y en mi pueblo, también en otros, se hacía la vida en la cocina. Lo que podía ser nuevo es que ese día, tan señalado y tan esperado por nosotros los niños, la concurrencia era mayor. Todos buscábamos el calor del hogar. Fuera nevaba casi con toda seguridad, en la plaza los mozos pedían los aguinaldos, en la iglesia todo estaba preparado para el baile de los pastores y en la calle sonaban villancicos acompañados de almireces, hueseras, zambombas, panderetas y los primeros sonidos de la gaita. Y, desde luego, la novedad principal es que esa noche había cena especial. Es ahora cuando comprendo la importancia cultural de la gastronomía en el mundo rural. En aquella sociedad de subsistencia, la comida se consideraba el centro de la vida humana, y una buena comida era ese regalo que redimía de la miserable existencia.

“Con guitarras y almireces,
panderetas y sonajas,
vamos a ver a Jesús,
porque ha nacido entre pajas”

En nuestra casa, si no me engaña la memoria, lo característico de la cena de Nochebuena era: el cardo, traído y limpiado por el padre, servido en ensalada, y cocido y aderezado con almendras, y las albóndigas de bacalao, que preparaba admirablemente la madre. Algún año, con suerte, había besugo, y si no, debíamos conformarnos con abadejo o con los chicharros que traía el “Gafas” de Arnedo en cajas con hielo. Y de postre, lo clásico; esa compota adornada con orejones de melocotón, trozos de manzana, ciruelas claudias cogidas en su tiempo en el huerto del abuelo y tendidas y puestas a secar al sol en esos grandes cañizos preparados al efecto, higos también secados al mismo tiempo que las claudias y toda ella almibarada con azúcar y perfumada con canela en rama. Esos eran los manjares extraordinarios de esa noche. Para postre todo solía compensarse con un lebrillo de rosquillos, almendras tostadas y, con suerte, un cunacho de olorosas manzanas. El turrón se reducía a unas barritas de guirlache, absolutamente casero, y algún mazapán de casa. Últimamente, aunque no se le echaba mucho en falta, también se le  hincaba el diente al de Jijona o de Alicante conocidos como duro y blando. Pero lo que no podía faltar, ni faltó, era ese puchero de vino rebajado con agua y cocido con azúcar, frutas y canela, que nos ponía, fundamentalmente a los chicos, alegres, parlanchines y hasta un poco calamocanos. Debo decir y digo que en Grávalos, y por aquellos años, ya se conocía el champán y todos habíamos oído hablar del invento del cava, hoy “Dioro Baco”, del Benito Escudero. Por lo tanto ese y otros conocimientos no pertenecían a ningún titirivaina, ni  bocarán o cantamañanas, eran nuestros conocimientos y nuestras vivencias.


En la casa y al día siguiente también existía ese complemento inevitable para los almuerzos. Ese almuerzo que nos hacía disfrutar de la matanza reciente colgada en varas en el ennegrecido techo de la cocina, era el almuerzo con los productos del cerdo: los chumarros de solomillo en la brasa, la oronda morcilla dulce, asada en la parrilla hasta reventar de gusto. 

Y al final, era de rigor preparar para la comida de la pascua de Navidad -un día es un día-  el mejor y  más lustroso recental del rebaño que se retenía para sacrificarlo cuando la mesa familiar iba a estar la más de concurrida. El reciente lo preparaba, siempre la madre, debidamente estrazado y lo servía, después de probar las sabrosas gordillas, en deliciosa cazuela de barro, bien asado y aromado. Luego, los mayores jugaban al guiñote y los niños, después de jugar al marro, nos íbamos a saltar o bailar al sonido de los gaiteros. Otro día, lo prometo, hablaré de esos dos gaiteros venidos de la sierra soriana para amenizar toda una semana de fiestas.

Ahora comprendo por qué aquellos agricultores comían productos de temporada, que no habían sido tratados con insecticidas en el caso de las plantas ni con piensos artificiales u otras zarandajas de engorde en el caso de los animales; consumían carne, leche y huevos de gallina de corral que vivían en libertad sin ser maltratados, y, por supuesto, no podía haber más cercanía entre el productor y el consumidor. 

Recuerdo todo esto para que nada ni nadie arramble con todas esas cosas antiguas, excelsas e incomparables de los distintos pueblos, y para que nadie, venido de fuera, nos dicte el menú de la cena de Nochebuena y la comida de Navidad, sentando a nuestra mesa no a los Reyes Magos y sí a esos extraños personajes venidos de fuera como Santa Claus y Papá Noel.

“La zambomba pide pujo,
y el que la toca, prudencia,
si no me dais aguinaldo,
aquí me siento a la puerta”

Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

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