jueves, 16 de enero de 2014 in

El Huevero, las aves de corral y San Antón






El Huevero, las aves de corral y San Antón



Acabo de acordarme de “el huevero”, personaje igeano que, al grito de ¡se compran huevos!, recorría por estas fechas las calles de mi pueblo, tratando de engatusar a las mujeres para su causa. Era éste un huevero, me van a perdonar no utilice su nombre al no recordarlo, muy respetuoso con el medio ambiente al ahorrar envases ya que colocaba los huevos que adquiría a las mujeres como amontonados en esa cesta grande, fabricada en mimbre y caña y asida a la altura de su codo. Lo recuerdo al estar en fechas, ya saben: “Por San Antón, gallinita pon los huevos a montón; y por la Candelaria, la buena y la mala”. ¡Aquellos sí que eran huevos de corral! ¡Ay las gallinas! Más de una vez busqué nidadas por los recónditos rincones del corral, como quien busca un blanco tesoro. Luego, servidumbre de los pobres, venía el huevero con sus cuévanos en lo alto de la caballería y los compraba por cuatro reales, de docena en docena y de portal en portal. Siempre admiré su habilidad para coger, en cada intento, tres huevos en cada mano. ¡Mira que no acordarme de su nombre y sí el de su amiga, novia, compañera y esposa! Ella se llama Coro.

Este recuerdo me ha trasladado hasta el atrio de la iglesia donde ya está a punto de salir esa procesión con ese santo atornillado sobre unas andas y que sus trabadores pasearán, si el tiempo no lo impide, por las estrechas calles y callejuelas de este mi pueblo. Recordaré que siempre me impresionaron, no sé por qué,  esas andas adornadas con esos roscos de pan de leche dulce y acicalados con esos suspiros a punto de nieve, azucarados y hermoseados con un millón de esos anisetes multicolores.

Estamos en los días de los Santos Barbudos, semana de enero considerada la más fría del año y en cuyo calendario figuran aquellos santos de ancianidad respetable y de más fluidas y copiosas barbas, que empieza con San Pablo, sigue con San Antón, continúa con San Fructuoso para terminar con un imberbe, mancebo y jovenzuelo San Sebastián. Son días en los que en los pueblos rurales se celebran y homenajean. Dos son los primeros y uno hasta se disputa la primogenitura con el otro: "De los Santos de enero, San Sebastián el primero; detente varón que primero es San Antón”. 

No hay festividad tan prolífera en refranes como ésta, es la primera del año y se coge con ganas, tanto que hoy, en su víspera, es cuando finalizan las fiestas de Navidad:  “Hasta San Antón pascuas son”; y “Por San Antón echa cueros el lechón”; y como si se quisiera homenajear a los barbudos también se recita aquel que dice: “Si tiene barbas San Antón y si no la Purísima Concepción; o “Por San Antón huevos a montón”; “Por San Antón no hay niebla que llegue hasta las dos”; o “Se ha puesto tan gordo como el gorrino de San Antón…” 

Y aquí estamos en su víspera, “de vísperas se conoce al santo”, preparando la hoguera como hoy harán en cientos de pueblos rurales. Y es que va a ser una larga y fría noche de enero y la hoguera será la mejor aliada para poder aguantar la fiesta en la calle rodeado de vecinos y amigos, calentar ese chocolate que tomaremos con esos deliciosos “pan de leche” y degustar esos asados, por supuesto de cerdo, a las brasas de la hoguera y aguantar hasta la misa, procesión y esa encantadora y esperada rifa de ese cerdo, gorrino, puerco o marrano que se ha estado criando a lo largo del año por las calles y a expensas de la caridad de los vecinos de la villa. 

Que San Antón es un santo simpático, no hay quien lo dude. Que el santo ermitaño es el más venerado por todos los cenobios, esta atestiguado. Y que este gigante del desierto nos invita a apretarnos la correa de los pantalones con ánimo tranquilo, buena cara y paciencia larga es cosa demostrada pues en este Concejo de Grávalos, mi pueblo, lo toman como patrón. Sé que, además de ser el patrono de los animales, otros consistorios y ruralidades lo tienen también como mandamás de los cesteros, carniceros, fabricantes de cepillos, porquerizos y enterradores, también lo veneran con especial devoción los monjes y ermitaños, no podía ser de otra manera, al ser el iniciador, en el siglo IV, en Egipto, de la tradición monástica cristiana.

Siempre que se acercan estas fechas lo recuerdo y siempre se me presenta como un anciano descalzo, con un cerdito a sus pies adornado con un cascabel que pende de una roja cinta como si fuese el reclamo tronante para situarse en todos los rincones, callejas, entradas, corrales, cuadras y aposentos de su pasear ordinario. Allí, metido en su hornacina, lo veo con esas largas barbas que esconden su ancianidad, su tosco y pardo hábito de monje y siempre con su bastón en la mano.

“Por San Antón la gallina pon, y si no retortijón”. Ahí está mi recuerdo de niño inocente cuando me asomaba, siempre con curiosidad,  al nidal, ese viejo cesto, caldero o cajón con paja, y recoger los huevos recién puestos, aún calientes, que eran el manjar fundamental de nuestra casa, mientras las gallinas, esas gallinas de mi madre, ¡ay mi madre!, autóctonas, cenizosas, marrones, y pardas, también blancas, eran producto endogámico de la propia casa en esa nidada engüerada por la clueca en ese humilde cajón junto al brasero y que, estupefacto, admiraba. Eran nuestras gallinas, sí, sí, las nuestras, aquellas que sólo comían trigo, salvado, desperdicios, brotes de hierba y gusarapos de corral, cacareaban alrededor en el suelo, hasta mi padre les encendía la luz durante la noche para, cuando un tímido rayo de sol penetraba en los palos del gallinero, de la cuadra y del corral, apagarla. Y allí, con sus crestas enrojecidas, eran custodiadas de cerca por el libidinoso y belicoso gallo, que era además el despertador de la casa.

Y, por San Antón que yo recuerde, no sólo estaba el cacareo de las gallinas, sino que también había otras sinfonías animales. Sonaban, perfectamente orquestados, los relinchos de los machos y de esa encantadora y rojiza yegüita allí en la cuadra, y poniendo el contrapunto, allí al fondo del corral el gruñido profundo y desentonado de los cochinos en la pocilga, el dulce balido de las ovejas recién paridas, el ladrido nervioso de los perros, perros sin raza, siempre sueltos y engendrados en la calle. Y arriba, en la chapa caliente del fogón,  el ronronear del gato. Y fuera de la cuadra, como apartado o aislado,  el silencioso, sufrido y humilde borrico, con su rebuzno inesperado.

Todo eso fue fiesta y hoy cuando la cuadra, la majada, el gallinero, la cochiquera y el corral de mi casa quedaron vacíos y dejó de oírse el concierto, todo es tristeza. Ya no entro a la casa por lo que me es imposible poder sentir en el rostro esa turbia bocanada del áspero olor de los cagajones, las cagarrutas, los orines, verdaderamente malolientes para el olfato poco acostumbrado, y las omnipresentes gallinazas. Ya cierro la página y doy por seguro que se acabó una época. Ya nada será lo mismo. Bueno sí, ahora siento, huelo y me perfuman las olas de ese mi Mar Menor, porque aquí también se celebra San Antón y hasta San Blas.    


Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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