La almadrabeta de La Azohía
La almadrabeta de La Azohía
La lectura del siguiente
texto de R. Guillermo, encontrado al azar, y que se nos presentó como esa
recopilación de sus relatos en algo así llamado Bitácora, tentó a los viajeros
el gusto de viajar hasta la Diputación Cartagenera de La Azohía.
/.../El cerco de redes,
pronto queda teñido con una espuma rojiza, y en las barcazas agonizando al
aire, cientos de criaturas recientemente arrebatadas de su mundo. Son
empaquetadas en cajas de madera, melvas, bonitos, albacoretas (albacoras),
lechas, atunes… adornados con abundantes escamas de hielo. Vuelven los
pescadores entonces al puerto de La Azohía, donde será subastado el tesoro que
les procurará el pan de ese día. Para el comprador de este fresco pescado, es
una delicia contemplar el desembarco. Algunos compran por cajas, las piezas de
melvas y albacoretas, para después en casa, elaborar exquisitos salazones en
tinajas de barro, cerrando así este rito anual, que se viene repitiendo desde
los tiempos del “garum” romano, hace ya más de dos mil años, en el sureste
peninsular /…/
Fue aquella mañana, espléndida mañana, cuando los
viajeros se dirigieron, a través de la RM 332 Cartagena-La
Azohía y por las cuestas y revueltas de Cedaceros, hacia estas riberas de las
costas cartageneras no muy conocidas para ellos. Fue la penúltima semana del
mes de febrero y durante el trayecto y
allí junto al mar hacía sol y había calma.
Y en ese sosiego se nos mostraron junto al
espigón y sus barcazas, en número de 14, la Almadraba de La Azohía. Estaban remendando
y preparando sus artes de pesca, aperos propios de una pesca milenaria. Nos
acercamos a ellos, los vimos laborar y una vez adquirida confianza ruló la
conversación. Les preguntamos, a sopetón, si La Almadraba era caza o pesca. Ellos,
los pescadores, en nuestra larga conversación, jamás emplearon la palabra caza
al referirse a La Almadraba, para ellos es simplemente pesca, aunque esté
rodeada de épica. Les gustó hablar más de trampa artesana y ancestral empleada
para pescar que caza.
Y allí en su sosiego estaban ellos, como
uniformados, vestidos de azul, encorvados unos y genuflexos otros para poder
atar las redes, laberinto de redes, junto a esa pesada y roída cadena de la que
tiraban hasta arrojarla y posarla en el suelo de la barcaza y entonces
una voz despertó de entre las tinieblas y gritó: “¡Iza! Y fue entonces cuando vimos sus manos, rudas y
grandotas. Contemplamos sus rostros, lo que nos dejaban sus sombreros de paja,
y los vimos surcados, arrugados, como labrados y como si en ellos se reflejasen
los azotes de los saltos de esas olas mediterráneas cuando el mar se enfurece y
trata de luchar cuerpo a cuerpo. Había mucho lío de cabos, ruido de
cadenas, berridos y demasiado barullo, donde todo el mundo deseaba ir de un
lado a otro con una misión. Entre esa danza coral, descubrimos que la media de
edad de estos almadraberos no era demasiado elevada, rozando, quizá, los 40
años. En la cubierta de la barcaza distinguimos a esa veintena de hombres, con
cuerpo de yóquey, sombras brumosas, bajo la luz anaranjada del muelle a la luz
del mediodía mientras se les iba comiendo la negrura y aparecía su pelo cano y una
sonrisa tras su rostro tostado. Luego silencio y el crujir de los barcos.
Entre ellos divisamos al capitán, vestido de azul oscuro y camisa fosforito,
con visera y un bigote grueso, serio y circunspecto, como con aire de
entrenador de fútbol. Daba instrucciones con voz cazallera y fuerte, como a
gritos. De él solo conocimos que se llama Pepe. Suficiente. Hablamos y nos
contó que la almadraba consiste en un sistema de redes ancladas al fondo y
cercanas a la costa, instaladas entre
febrero y junio o como dice el saber popular “con la última luna de
abril o la primera de mayo”. Es la época en que los túnidos entran en el
Mediterráneo para desovar y los cardúmenes de, melvas, albacoretas,
bonitos y lechas tropiezan con la red colocada
en paralelo a su trayectoria y son dirigidos a un copo del que ya no pueden
salir. Es por esto por los que los viajeros eligieron febrero porque es el mes
en el que se despliegan las mallas en tierra, se unen y se atan tal cual
quedarán luego en el agua. Se doblan y se llevan al caladero, y allí vuelven a
desplegarse.
No llegamos a ver al barco abandonar el puerto, no era día ni hora, sí
escuchamos ronronear, al tiempo que hablaba con los pescadores, haciendo el
ruido de una cafetera, los pistones bajo las suelas. Comprobamos, listos, tras la
barcaza, dos pequeños cascarones de madera sin motor, como deseando desplegar
una estela como un abanico. Y también cómo unos cuantos preparaban “la testa”
de la almadraba, otra barcaza con grúas en la cubierta donde unos pocos de
pescadores somnolientos esperaban zarpar apoyados en la baranda.
El rostro de Pepe se iluminó chupando del cigarrillo y mostrándonos las primeras boyas de la almadraba, de color
rosa chillón. “La rabera de tierra”, indica hacia la hilera de bolas que
fosforescen. Son, nos dice, los brazos de la trampa. Es aquí cuando Rafael, uno
de los pescadores más experimentados, nos explicó de manera sencilla el
artilugio: “El pescado viene y encuentra una pared. El instinto del animal
¿cuál es? Tirar a desovar aguas arriba del Mediterráneo. Entonces se mete en el
cuadrillo. Enfrente ve otro hueco, y eso ya es la boca de la almadraba”. A
menudo se compara la trampa con un complejo laberinto. En realidad se trata de
una sucesión de estancias con paredes de malla y cuyo parecido con el sistema
digestivo resulta notable. Aparte de boca, hay un buche, por ejemplo, y los
atunes nadan de una cámara a otra a través de cavidades por las que pueden
avanzar, pero no volver atrás. La última estancia es un recinto sin salida con
forma de saco. “Como un calcetín”, nos contó Rafael mientras el sol del
comienzo de la tarde caía sobre la torre
de planta hexagonal presidiendo la bahía
y él esbozaba
la almadraba en una servilleta de papel.
Los viajeros, al despedirse de este poblado de
pescadores, se dan cuenta que, en realidad, la de La Azohía más que
una almaldraba es una almadrabeta pero, a pesar de eso les hubiera gustado
subirse a la barcaza, zarpar hacia cabo Tiñoso y comprobar cómo una bestia
marina sin escamas, tersa y escurridiza como una pastilla de jabón, capaz de
alcanzar los 80 kilómetros por hora ronqueaba y asistir a la “levantá”, el momento más espectacular y dramático de una
almadraba. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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