Tarde regalada
Recuerdo cuando las nubes se asomaban atraídas por
un viento bochornoso y los truenos lejanos empezaban a sonar como un tambor destemplado,
poco a poco retumbando más cerca y cada vez menos espaciados. Casi siempre era a
la hora de la sobremesa, cuando el pueblo estaba a punto de hacer la siesta. Era
entonces cuando las malvas de las cunetas del “Puerto” estaban lacias, lo mismo
que las plantas de los huertos y las
clavelinas del balcón. Era cuando las arañas, nerviosas, abandonaban sus telares
tejidos en los rincones del portal. Todo esto era en mi pueblo, en Grávalos, señales
de lo que se acercaba. No fallaba. Siempre una calma sospechosa cubría al pueblo,
rota sólo por el zigzagueo de los chillones vencejos, volando cada vez más a
ras del suelo. Ni una brizna de aire. “Se acerca tormenta”, oíamos comentar a los
mayores sentados en los poyos de las puertas.
Recuerdo que la tormenta, después de un ventarrón
helador, como nórdico, terminaba de
arrojar agua, cesaban los rayos y los orquestados truenos quedaban
silenciosos. Y era entonces cuando, melódicamente organizadas, las ranas de la
balsa del Calvario, que había recogido toda el agua caída, se ponían a croar,
las ovejas y corderillos del cercano aprisco a balar, los perros
a ladrar y una pareja de mulos, de la cuadra casera, a relinchar. Y es aquí
cuando recuerdo que los sonidos de las noches y días de mi infancia siempre
fueron el croar, el ladrar, el balar y el
relinchar, bueno, también el grillar de esos ortópteros insectos, Acheta
domesticus, escondidos en las rendijas de las paredes de la casa o camuflados
en los desaguaderos, y también ese maullar de los domésticos gatos andando por
los tejados como intentando cortejar en las frías noches de invierno. Todos
estos sonidos siempre me fueron, ahora también, cercanos unos y otros, los más,
como salidos en la lejanía.
Y mientras pierdo la soledad, que es la que escribe,
recuerdo a esos hombres-agricultores, peones y amos, mayores
y jóvenes, boina calada, mejillas rudas, surcadas y sin afeitar, cigarro de
cuarterón en boca unos y otros esos “caldo gallina” selectos y ya liados.
Siempre la evocación es en su hablar de cosechas, siegas, trillas y ganado y haciendo
el repaso del día en el portal de la casa, estancia llamada entrada, esperando la
hora de la cena y alumbrados por una pobre bombilla, cuando la luz no había
cesado por el resplandor de la tormenta.
Y, entre tanto, mirando con mis ojos infantiles, les
escuchaba sin entender nada, pero sus palabras me producían placer. El placer
de estar viviendo como en una vida regalada. Y, al mirar con vuelta atrás, siempre
recuerdo a Vicente, casi tirado en la acera, con la boina echada hacia
atrás, apretando entre sus dientes esa colilla de cigarro fabricado con finura
tosca y metido en boquilla de ébano, mientras su blanca cabeza contrastaba con
sus mejillas abrasadas, morenas y sonrientes, al tiempo que me hablaba mientras
me acariciaba: “mañana hará un buen día y podrás acudir al tajo a traernos el almuerzo,
el taco, la comida y la merienda. Todo en uno. Y es que al tener que levantarse
con el alba para cubrir la jornada de sol a sol no tenían otra que hacer esas
cuatro comidas en plena faena y, si se descuidaban, hasta estaban obligados a
echarse a pie de fascal.
Y fue en esas noches estrelladas y cálidas, mientras,
después de la descarga y la tierra desprendía fuego, cuando Javier, hombre
joven y hasta cultivado, me señalaba la más brillante de las estrellas del
cielo sin saber cómo llamarla. Ahora que mi vida ya no es regalada, o sí, sé
que aquella estrella tan brillante era el Lucero del Alba.
Y allí quedo, intentando disfrutar con las estrellas
al tiempo de encontrar palabras. El cielo aclaró. Retumbó un trueno largo y muy
lejano, como de temporal. Movió el viento haciendo pequeños remolinos
huracanados en el polvo del camino de “Fon-podrida”, al tiempo que los ocetes
sobrevolaban, haciendo círculos, esa calle por encima de unos cables portadores
de luz tenue. Y vencejos, golondrinas y hasta las palabras salieron volando
igual que las torcaces del campo de al lado aleteaban cuando abría, como un
ala, la puerta de ese querido balcón que luce al patio. Y es que la Naturaleza
se quita, como las moscas, los dolores a manotazos. ¿A qué sí? Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca.
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