miércoles, 19 de noviembre de 2014 in

Las horas y el Sol








Las horas y el Sol

La Medusa lleva un mes intentando captar al sol, en su salida, a la misma hora y desde el mismo sitio y lo está consiguiendo. Durante el último mes se ha despertado a la hora de siempre pero, al mirar el reloj, ya no era la misma, sino una hora más temprano. Ha observado que están las horas cambiadas y el Sol en su sitio. Ha detectado, fotografía tras fotografía, que la luz del sol decrece estos días con tanta fuerza que su rumor abandona ya, no sólo segundos, sino minutos enteros de luz; hoy, este día, perderá a la noche algún minutejo más de luz al amanecer, y algún que otro montón de segundos más por la tarde, en el ocaso, cuyos crepúsculos también se acortan.

Pero, desde aquí, a la orilla del mar, donde consumo mi experiencia, percibo estos días, que decrecen, como un tiempo que se puede contar en números, en velocidad y en apertura o cierre de diafragma y también como un olor indefinido que llega desde las ramas y copas de las palmeras, o como un sonido lejano parecido al que hacen las olas del mar al detenerse para que veamos su cresta, justo antes de reventar en flores, en cantos y en hojas, y también lo percibo como una luz que huele y suena. Así veo la luz que consigue despertar a la caracola enterrada, a la medusa dormida y a los langostinos buscando las encañizadas que llenan de yemas verdes de las mimbres cesteras del pescador. Y es que esa luz es como la que poseen los niños que salen de casa, cuando amanece el día, camino de la escuela y, también, es una como esa ola invisible que espanta y rompe en parejas las bandadas infinitas de pájaros gaviotas. Y pienso, que allá en invierno cuando esté consolidado el nuevo año nos traerá otra luz, tal vez, aquella que nunca nos trajo.

Y la Medusa estaba en esta experiencia cuando recordó sus tiempos infantiles en los que recordaba el canto del gallo y es que éste, aunque las horas estén cambiadas y el sol en su sitio, el gallo siempre canta a su hora y siempre canta lo mismo, siguiendo el horario del sol y de las estrellas. Aunque, según el oído humano, detecte su sonido como quiquiriquí en español, coquelicó en Francia, rukerikú en Luxemburgo, y kikeriki en Alemania, el gallo canta siempre lo mismo y siempre a su hora según me transmitieron ese mazarronero-francés jubilado, el amigo orensano-luxemburgués y ese alemán de Aragón, vecino de barra de chiringuito, a la hora, siempre la misma, de tomarnos un pinta de cerveza.  
Y tratando de unir la experiencia de la luz con mis años infantiles me viene a la memoria que, ya en casa de mis padres, en las dependencias de la cuadra convertida en corral, existió la costumbre de proporcionar a las gallinas una iluminación suplementaria, aunque los efectos sobre la puesta no se debían, como se creía entonces, a que el tiempo para comer se prolongara, sino al número de horas de luz que, al alargarse, las inducía a seguir poniendo huevos de noche como si fuera de día. Allí, las gallinas obedecían a los interruptores eléctricos de la cuadra, mientras los gallos, fuera del corral, al aire libre, siempre cantaban, supongo lo seguirán haciendo, cuando amanece. Y antes, también ahora, me di cuenta que los relojes biológicos dependen de la luz, de ahí que con el mes que llevamos con el horario cambiado haya comprobado que todo lo que me rodea se ha desajustado: el pájaro que se despertaba y cantaba, ya no lo hace o yo no lo escucho, que esos florecidos jazmines ya no perfuman la noche, lo que me impide sumergirme en los ritmos de la Tierra, viviendo en un permanente desasosiego. Y aunque todo esté pensado para no pensar, recién cambiadas hace un mes las horas, hoy la Medusa se ha detenido a contemplar este asunto de la luz y de las oscuridades, que no es una cuestión de huevo, sino de fuero. Vale.



Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

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