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viernes, 28 de febrero de 2014 in

Cuando a marzo alabo, si no vuelve el rabo








Cuando a marzo alabo,  si no vuelve el rabo 


Marzo comienza a tener sonidos. En ocasiones basta un arroyuelo, un banco de madera y un viejo árbol de tronco retorcido para componer un rincón de postal. El canto de los pájaros  y el correr del agua ponen la música. ¡Y ya está! Es suficiente para un momento de relax, para una tarde de recreo natural y de aire puro. En esta entrada marzal dos van a ser mis escapadas y dos mis recorridos, breves pero intensos. 

Los sonidos, aquí en el desfiladero a unos pocos kilómetros cercano a la casa, brotan por las bravas en un despeñadero umbrío, recóndito y tan privado de sol que las piedras combaten el frío y la humedad con gruesos pijamas de verde musgo. Son como chorreras desordenadas que se abren paso por entre bolos enormes de roca caídos, Dios sabe cuándo, de lo alto de los farallones que acotan por esta parte el valle de Leza. Por eso el Leza, nace niño y se va haciendo adulto, de golpe, con fuerza suficiente como para saltarse a la torera el impedimento de tanta roca musgosa y, antaño, mover con garbo algún molino  e ingenio acuático aprovechando el ímpetu de su corriente. Molinos, que en otro tiempo, fueron fundamentales para el sostenimiento de la vida en el valle son hoy, casi todos, un reguero de piedras vencidas cuya finalidad pasada aparece más que perdida entre zarzales y maleza. Ya están recargados los acuíferos  aflorando con ímpetu, ofreciendo ruido y espectáculo. Son fuentes sonoras, que se oyen caer en la soledad del bosque cinco minutos antes de verlas. Son fuentes que reclaman atención, aplicar el oído y separar su vago rumor del silencio. 


Todo está preparado para recibir, al fin, la primavera. Los balbuceos e indicios de semanas pasadas, los silencios del invierno, quedan atrás. Ahora todo se amontona y el observador de la naturaleza no tiene tiempo para contemplar, para escuchar todo lo que se desarrolla en el campo. Cae la tarde y estridula un grillo, quizá por primera vez tras las nevadas del invierno. Y lo hace en compañía del tintineo de los cencerros de las ovejas churras y vacas brunas, mientras por encima de las copas, canta un zorzal común. miles de manantiales brotan directamente de la hierba y escurren, por pequeños regatos, sin emitir otro sonido que un tenue rumor. Un murmullo casi imperceptible pero que, sumado al de otros muchos hilos de agua, da voz al vacío.

Aunque nadie ha llevado tan lejos esta relación entre el espacio y el sonido de las fuentes como los jardineros y arquitectos árabes. Tanto como para permitirnos la licencia de pensar que todo el palacio de la Alhambra, la torre de Comares, el patio de los Arrayanes, son el escenario ideado para que suenen fuentes, acequias y sumideros. 

Abandono las fuentes y ya estoy en la otra escapada, estoy en la orilla, entre dos mares y contemplo y siento que el mar es movimiento. Y, también, que en el mar nunca hay silencio. Y el mar tiene y muestra sus sonidos. Entre dos mares, grande uno, otro pequeño, uno agitado, otro sereno, uno abierto otro encerrado, los dos mares, sumando sonidos, escalas y frecuencias.

Pero el agua no suena sola. Al llegar a tierra, embistiendo contra los acantilados, desplomándose en la arena o resonando contra las rocas, el mar se refleja acústicamente, y es entonces la costa la que reproduce su bramido.  Si a todo este catálogo, ya inacabable de por sí, le añadimos las voces de las aves marinas, el resultado es un mundo sonoro inabarcable, y esta pequeña recopilación una pálida sombra de los sonidos del mar.

Empiezo el recorrido en la playa de La Llana, un espacio abierto al horizonte, entre encañizadas, un largo arenal de la punta exterior del Mar Menor y el Mayor. Hay mar de fondo y las olas, a pesar de que falta el Levante, llegan con fuerza mitigada a la playa para desplomarse pesadamente.  Toneladas de agua rompen con un ritmo preciso, ataque y resaca, abriendo claros momentáneos en la arena. Por estos claros, entre una ola y la siguiente, las bandadas de correlimos corretean en busca de alimento. Se trata de pequeñas aves limícolas, rechonchas y extremadamente activas, que corren tras las olas como un juguete mecánico. Y, de repente, cesa el viento y la marea baja y el mar se remansa, regolfa y chapalea, dos palabras con una sonoridad que contiene todos los ruidos del agua tranquila. Es entonces cuando el mar se achica, empequeñece, suena a poco. Por encima del acantilado sobrevuelan los gritos destemplados de una bandada de gaviotas de Audouin.

Por si tuvieran poca variedad, el mar, las fuentes, los arroyuelos y ríos a veces, se valen de instrumentos. Vale. 



Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

lunes, 24 de febrero de 2014 in

El paseo





El paseo

Salgo a pasear cuando la tierra todavía huele a dormida, cuando ya se han despertado los chorlitejos, algún charrancito y ese flamenco solitario de la Charca y mientras los pescadores preparan sus aperos para llenar con sus colores de sirgo, verdosos y ocres el azul de la mar.  Lo más interesante de donde me encuentro, lo descubro mirando al horizonte, dos molinos blanquecinos, hermosísimos, hacen de fachada de la lejanía, la luz verde del  faro que me  vigila y más allá, la luna llena envuelta en nubes rosas y azules. Avanzada la mañana, el cielo se llena de miles de gaviotas reidoras y sombrías que pasan tan altas que sólo se distingue un gris volandero sobre el azul, azul del cielo. Hoy que me siento melancólico, más que reidoras, estas Chroicocephalus ridibundusme me suenan como lloronas. Pasan muchas bandadas, a veces formando una "V" muy desdibujada, como sus compañeros de la Patrulla Águila. Sobre la arena mojada de la Llana y al aire de su playa, se van juntando para hacer un descanso, dando vueltas en espiral como los papeles abandonados en sus dunas. Se pueden observar las gaviotas entre-mares al despuntar el día, al calentar el sol, a eso de las seis y cuarto, cada vez más tarde, según se alarga, con la marea de luz, la noche de los días. Hasta hace poco, casi todo eran gaviotas reidoras, pero ahora hay tantas, o más, gaviotas lloronas pasando al atardecer por el cielo salitroso, tan bajas, tan rasas, tan cerca, que resultan familiares. Vale.



Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

viernes, 21 de febrero de 2014 in

Paisajes manchegos desde el tren





Paisajes manchegos desde el tren

“Pardas tierras de vides, tierras secas,
de horizontes desnudos y agrias sierras,
esquilmadas tierras de sol y brega,
engendradoras de hijos y penas.
Soñaron a ser Mancha y a ser Vega,
¡ay!, y se quedaron en eso: en tierras
paridoras, dolidas, tristes, hambrientas...”
(Francisco Sánchez Bautista, Tierras de sol y de angustia)

El tren va a su tran-tran y floran a mis labios estos versos del poeta cartero y, tras la ventanilla, aparecen en contemplación, campos llanos de inmensidad verdosa, cepas plantadas en cuadro antiguo, olivos esparcidos, alguna encina solitaria colocada o conservada, nunca se sabe, en medio de la viña o el sembrado. Pinares sueltos invitando al reposo en días de labriego sofoco. Casillas encaladas con cenefa de azulete en la orilla de la viña. Tinajas que ayer contuvieron vino y hoy son servidumbre empapada de agua esperando el milagro de la conversión. Y allí, a lo lejos un pueblecito encalado esperando a Dulcinea. Y una acacia, y una estación, y un viajero embozado y es que el frío obliga. Y depósitos de vino de aceite o de alcohol a la intemperie. Y tierras rojas y un almendro, el único, florecido y ya cambiando a fruto. Y viñedos en espaldera y en cuadro moderno. Y un campo amarillento de girasoles, que por la hora que es, miran al sol. Y planchas como parrillas mirando en la misma dirección que el girasol. Cuatro algodonosas nubes mitigando el sol de primavera. Y una especie de costillar de acero lanzando agua que el sembrado agradece .Y montones de paja desgranada. Y guijarros de limpieza amontonados. Y un castillo, el de Chinchilla de Monte Aragón con palomas vigilantes de esa ferroviaria estación ruinosa al abrigo de los vientos marinos que soplan de cerca. Y tres álamos blancos a la orilla de la salitrosa balsa. Y de nuevo la choza derruida. Y el trigal verdoso recién enraizado. Y el sueño soporoso de la tarde. Y el tren que sigue su camino. Y elevaciones de tierra, semejando salitre o arena, y lagunas sin ánades y un alcázar, que lo llaman de San Juan. Y un campesino encorvado e inclinado tratando de esponjar esa tierra apelmazada por los hielos. Y La Roda y Albacete. Y corralizas y lugares por donde ahora corre el pollo perdiz y donde la liebre se encama, y es que esto, por donde anda el viajero, es sitio de caza. Y la vías que hasta aquí han ido dobles y paralelas, aquí al llegar a los antiguos silos, he contado hasta tres, y en la estación derruida y siniestra con tejado que más parece un palomar que salva aguas se separan y ya es solo una y accidentada. Y al llegar Pozo Cañada la orografía se transforma y aparecen los montes al fondo, grandes labrantíos y hasta el suelo se convierte quebradizo, arisco y secarral con tomazas y encinares y diminutas, como de cuento, casas de labor y algún molino de viento de los de tiempos de Sancho como perdido, mezclado con eso que ahora llaman aerogeneradores de tres aspas. Y a partir de aquí, “A este paisaje recio, el hombre arranca/su mermada cosecha, día a día”, carrizales y grandes veredas y frutales en flor y espartales y chumberas, y pitas y almendros sin florecer. Pero eso será otro día. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

martes, 18 de febrero de 2014 in

Mar, primavera luminosa y salina





Mar, primavera luminosa y salina

Decían, era verdad y así rezaba o lo publicitaban cuando España era diferente que: “el Mar Menor de primavera es luminoso y salino, azul por los cuatro costados y vivo como el color de la retama”. Es por eso por lo que ya deseo acercarme a verlo y comprobar cómo sus pueblos son retazos de nostalgia colgados en la calígine pesada de una siesta de agosto. Pueblos de silla de anea y tertulia nocturna. De veraneos eternos a la sombra de un toldo liso, sin rayas y tintado al color de botella de butano, también rayado de azules marinos y blancos de sal. De modorras sesteadas y partidas de mus para los norteños y dominó para los sureños. De brisa marina que refresca el aire espeso de la tarde cuando ya los claroscuros del ocaso pintan la laguna de destellos bermellones y almagres. Por la mañana, las calles son como un patio fresco recién regado, apto para el saludo y el reparo mañanero, para ir a comprar pescado o churros al quiosco, allí en la explanada. Cuando ya han sonado las diez en el carrillón de esa iglesia privilegio de la pequeña ciudad llamada del Aire y cuando el sopor de la temperatura comienza aletargar voluntades, mi calle costera brujulea hacia el saliente y se convierte en cauce de una ríada de niños con cubos y palas y familias con sombrillas en busca de esa inmensidad que es el Mar Menor. Por la noche cambian los actores, pero no el escenario, y esas mismas calles pasan a ser terraza animada, proscenio de una vida que se hace en la calle, a cielo abierto, en torno a una conversación, a una cena, hasta que el aroma lozano de la madrugada anuncia que la jornada ha terminado y que, aunque sea un poco, algo habrá que dormir.

Y es entonces cuando sentado a la sombra de la casa contemplo la que dicen es la mayor laguna salada. Y me envuelvo en ese sueño de arena y salitre, islotes y viento. Y me viene el anhelo de un deseo. Mar calma, aura pálida, que me conduce al despunte de cinco peñascos, Perdiguera, Redondela, Ciervo, Mayor y Sujeto, eruptivos hocicos de animales mitológicos que descansan su panzuda figura bajo las cálidas aguas. Y me acuerdo de aquel refrán popular que me recordó aquel anciano pescador pinatarense. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”. Vale.  

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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