Cuando a marzo alabo, si no vuelve el rabo
Cuando a marzo alabo, si
no vuelve el rabo
Marzo comienza a tener sonidos. En ocasiones basta
un arroyuelo, un banco de madera y un viejo árbol de tronco retorcido para
componer un rincón de postal. El canto de los pájaros y el correr del
agua ponen la música. ¡Y ya está! Es suficiente para un momento de relax, para
una tarde de recreo natural y de aire puro. En esta entrada marzal dos van a
ser mis escapadas y dos mis recorridos, breves pero intensos.
Los sonidos, aquí en el desfiladero a unos pocos kilómetros cercano a la
casa, brotan por las bravas en un
despeñadero umbrío, recóndito y tan privado de sol que las piedras
combaten el frío y la humedad con gruesos pijamas de verde musgo. Son como
chorreras desordenadas que se abren paso por entre bolos enormes de roca caídos,
Dios sabe cuándo, de lo alto de los farallones que acotan por esta parte el
valle de Leza. Por eso el Leza, nace
niño y se va haciendo adulto, de golpe, con fuerza suficiente como para
saltarse a la torera el impedimento de tanta roca musgosa y, antaño, mover con
garbo algún molino e ingenio acuático
aprovechando el ímpetu de su corriente. Molinos, que en otro tiempo, fueron
fundamentales para el sostenimiento de la vida en el valle son hoy, casi todos,
un reguero de piedras vencidas cuya finalidad pasada aparece más que perdida
entre zarzales y maleza. Ya están recargados los acuíferos aflorando con ímpetu, ofreciendo ruido y
espectáculo. Son fuentes sonoras, que se oyen caer en la soledad del bosque
cinco minutos antes de verlas. Son fuentes que reclaman atención, aplicar el
oído y separar su vago rumor del silencio.
Todo está preparado para recibir, al fin, la
primavera. Los balbuceos e indicios de semanas pasadas, los silencios del
invierno, quedan atrás. Ahora todo se amontona y el observador de la naturaleza
no tiene tiempo para contemplar, para escuchar todo lo que se desarrolla en el
campo. Cae la tarde y estridula un grillo, quizá por primera vez tras las
nevadas del invierno. Y lo hace en compañía del tintineo de los cencerros de
las ovejas churras y vacas brunas, mientras por encima de las copas, canta un
zorzal común. miles de manantiales brotan directamente de la hierba y escurren,
por pequeños regatos, sin emitir otro sonido que un tenue rumor. Un murmullo
casi imperceptible pero que, sumado al de otros muchos hilos de agua, da voz al
vacío.
Aunque nadie ha llevado tan lejos esta relación
entre el espacio y el sonido de las fuentes como los jardineros y arquitectos
árabes. Tanto como para permitirnos la licencia de pensar que todo el palacio
de la Alhambra, la torre de Comares, el patio de los Arrayanes, son el
escenario ideado para que suenen fuentes, acequias y sumideros.
Abandono las fuentes y ya estoy en la otra escapada,
estoy en la orilla, entre dos mares y contemplo y siento que el mar es
movimiento. Y, también, que en el mar nunca hay silencio. Y el mar tiene y
muestra sus sonidos. Entre dos mares, grande uno, otro pequeño, uno agitado, otro
sereno, uno abierto otro encerrado, los dos mares, sumando sonidos, escalas y frecuencias.
Pero el agua no suena sola. Al llegar a tierra,
embistiendo contra los acantilados, desplomándose en la arena o resonando
contra las rocas, el mar se refleja acústicamente, y es entonces la costa la
que reproduce su bramido. Si a todo este catálogo, ya inacabable de por
sí, le añadimos las voces de las aves marinas, el resultado es un mundo sonoro
inabarcable, y esta pequeña recopilación una pálida sombra de los sonidos del
mar.
Empiezo el recorrido en la playa de La Llana, un
espacio abierto al horizonte, entre encañizadas, un largo arenal de la punta
exterior del Mar Menor y el Mayor. Hay mar de fondo y las olas, a pesar de que
falta el Levante, llegan con fuerza mitigada a la playa para desplomarse
pesadamente. Toneladas de agua rompen con un ritmo preciso, ataque y
resaca, abriendo claros momentáneos en la arena. Por estos claros, entre una
ola y la siguiente, las bandadas de correlimos corretean en busca de alimento.
Se trata de pequeñas aves limícolas, rechonchas y extremadamente activas, que
corren tras las olas como un juguete mecánico. Y, de repente, cesa el viento y
la marea baja y el mar se remansa, regolfa y chapalea, dos palabras con una
sonoridad que contiene todos los ruidos del agua tranquila. Es entonces cuando
el mar se achica, empequeñece, suena a poco. Por encima del acantilado
sobrevuelan los gritos destemplados de una bandada de gaviotas de Audouin.
Por si tuvieran poca variedad, el mar, las fuentes,
los arroyuelos y ríos a veces, se valen de instrumentos. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©