Un respiro en La Rioja
Un respiro en La Rioja
Senderismo con dificultad media-baja y mucha
naturaleza es el único deporte que mi edad me permite realizar y siempre por
diminutas aldeas, por la orilla del mar o por pueblecitos llenos de vida.
Hace unos días, deseando sacar unas fotografías de
la ermita-monasterio de San Prudencio de Monte Laturce, mi esposa y yo nos
acercamos hasta las inmediaciones de Leza, esa que llaman, de río Leza. Y al
aparcar el coche en el único sitio en el que se podse nos exhibió sobre el paisaje
verde de la comarca del bajo Camero, cuando
comienza a abrirse el paisaje serrano, la aldea de Leza del río Leza, como una
pincelada grisácea, a veces amarronada y beige. Situada a escasos kilómetros de la desembocadura del Ebro. Se nos
mostró como lo que es: un pueblecito diminuto, entre treinta y cinco y cuarenta
almas, perteneciente a la comarca del Leza, a veintidós kilómetros y
a poco más de media hora, en coche, de la capital riojana, con una altura de poco
más de 500 metros sobre el nivel del mar, donde el tiempo parece ralentizarse,
bajan las pulsaciones y uno respira hondo. Muy hondo.
Por sus calles, medio empinadas, y sus montículos
huele a helechos, a musgos y a líquenes, a boj y coscoja, a quejigos y
carrascales, a arces, hayas y a alguna que otra bocanada perfumada desprendida
de alguna masa repoblada de pinos
laricios y, también, se me olvidaba, a la leña de las chimeneas que, a veces,
funcionan hasta en agosto. Las temperaturas estivales en estos días de nuestro
paseo rara vez superaron los 25 grados. Y hay días, hoy fue uno de ellos, en
los que las nieblas tempraneras son un vecino más que se cuela entre las
piedras, el adobe y la madera con las que se levantaron las vetustas y macizas
casas desde que doña Estefanía, reina de Pamplona y Nájera, donó a su hijo el
infante don Ramiro, en testamento del año 1066, esta villa de Leza junto con las de Soto, Ciellas,
Alficero, Torrecilla de Cameros y Larraga.
A sus pies, cuando ya la garganta deja de ser, discurre
el río Leza, drenando la zona del Camero Viejo y es precisamente allí entre los
núcleos de Soto en Cameros y la propia aldea de Leza de Río Leza cuando comienza
a desgastarse la tierra caliza, originando un desfiladero con 700 metros de
desnivel en sus zonas más elevadas, que conforma un conjunto de especial
interés paisajístico y de elevada riqueza de flora y fauna, emergiendo una
profunda garganta de seis kilómetros de longitud, entre 50 y 100 metros de
anchura y con un salto de 500 metros en el paraje llamado de “El Torrejón”.
La inaccesibilidad de los altos roquedos que la
rodean permitió a los viajeros contemplar como las aves planeadoras emprendían el
vuelo, como lo mantenían y como las altas peñas ofrecían excelentes miradores
para otear el paisaje. Nos dimos cuenta como los roquedales, aunque sólo fuese
por temporadas, ofrecían habitáculo a blancos alimoches, a buitres leonados de
hasta tres metros de envergadura, a águilas reales y también culebreras, a cernícalos,
cárabos, aviones roqueros, roqueros solitarios, roqueros rojos, colirrojos
tizones, cuervos, chovas piquirrojas y abejarucos. Aquella mañana de nuestro paseo
los vimos rasear muy cerca del banco en el que nos habíamos parado a descansar y
echar un trago, lo que nos permitió apreciar sus características y,
particularmente, su plumaje. Sentimos no
habernos traído, siempre los llevamos muy unidos a nuestro cuaderno de notas,
nuestros prismáticos para realizar una mejor observación. Sentados, tuvimos que
parar nuestra charleta al sentir el gruñido de pequeños jabatos y otros mamíferos
como garduñas, hurones, nutrias, hasta que la presencia de una culebra bastarda
nos soliviantó. Ésta se nos presentó luciendo su verde intenso, que,
personalmente, me recordó a otra de considerable tamaño, como de dos metros
que, en mis años infantiles, recuerdo la vi rastrear, con su impotente aspecto,
por la carretera que cruza la ermita de mi pueblo y la era de mis abuelos. Aun
dándome mitad miedo y mitad asco siempre las considere inofensivas.
Observamos que por estos pagos no existe el turismo que
algunos llaman de ver cosas; ese que conlleva hordas de ansiosos visitantes con
mil cámaras, mochilas y cantimploras colgando para visitar los cinco únicos
monumentos existentes por esta jurisdicción: una iglesia; la de Santa María la
Blanca: siglos XV al XVIII. Una ermita; la
de la Virgen del Prado: siglo XIII. Y tres ruinas: la ya citada de San
Prudencio de Monte Laturce, la ermita de San Martín y las ruinas de la ermita
del Cristo.
Y allí nos detuvimos a tomar notas hasta que una octogenaria
lugareña, sentada en un taburete al sol de la tarde, hacía bolillos para sobre
una plantilla construir hermosas puntillas como si fuesen cardas de lino. O lo
eran. Cuanto más torcía el hilo entre los alfileres que marcaban el dibujo a
construir, más tupida y hermosa era la puntilla. Allí, mientras los bolillos bailaban
y castañeteaban, la dejamos solamente perturbada cuando se rompía el silencio con
algún relincho o lejano válido. Le preguntamos si en la plazoleta había wifi. No
nos contestó: o no lo sabía o se le había olvidado. Vale.
Texto y fotos La Medusa
Paca. Copyright ©