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martes, 25 de noviembre de 2014 in

Chispean hojas de cobre





 Chispean hojas de cobre

Chispean hojas de cobre
sobre el alfalto.

Y se desinflan
los nimbos de los árboles.

Chispean hojas de oro
y la dehesa se convierte
en una luna de lago otoñal.

PRJP. Nº 10 En Santiago de La Ribera cuando el otoño del 2014 luce esplendoroso.


Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

miércoles, 19 de noviembre de 2014 in

Las horas y el Sol








Las horas y el Sol

La Medusa lleva un mes intentando captar al sol, en su salida, a la misma hora y desde el mismo sitio y lo está consiguiendo. Durante el último mes se ha despertado a la hora de siempre pero, al mirar el reloj, ya no era la misma, sino una hora más temprano. Ha observado que están las horas cambiadas y el Sol en su sitio. Ha detectado, fotografía tras fotografía, que la luz del sol decrece estos días con tanta fuerza que su rumor abandona ya, no sólo segundos, sino minutos enteros de luz; hoy, este día, perderá a la noche algún minutejo más de luz al amanecer, y algún que otro montón de segundos más por la tarde, en el ocaso, cuyos crepúsculos también se acortan.

Pero, desde aquí, a la orilla del mar, donde consumo mi experiencia, percibo estos días, que decrecen, como un tiempo que se puede contar en números, en velocidad y en apertura o cierre de diafragma y también como un olor indefinido que llega desde las ramas y copas de las palmeras, o como un sonido lejano parecido al que hacen las olas del mar al detenerse para que veamos su cresta, justo antes de reventar en flores, en cantos y en hojas, y también lo percibo como una luz que huele y suena. Así veo la luz que consigue despertar a la caracola enterrada, a la medusa dormida y a los langostinos buscando las encañizadas que llenan de yemas verdes de las mimbres cesteras del pescador. Y es que esa luz es como la que poseen los niños que salen de casa, cuando amanece el día, camino de la escuela y, también, es una como esa ola invisible que espanta y rompe en parejas las bandadas infinitas de pájaros gaviotas. Y pienso, que allá en invierno cuando esté consolidado el nuevo año nos traerá otra luz, tal vez, aquella que nunca nos trajo.

Y la Medusa estaba en esta experiencia cuando recordó sus tiempos infantiles en los que recordaba el canto del gallo y es que éste, aunque las horas estén cambiadas y el sol en su sitio, el gallo siempre canta a su hora y siempre canta lo mismo, siguiendo el horario del sol y de las estrellas. Aunque, según el oído humano, detecte su sonido como quiquiriquí en español, coquelicó en Francia, rukerikú en Luxemburgo, y kikeriki en Alemania, el gallo canta siempre lo mismo y siempre a su hora según me transmitieron ese mazarronero-francés jubilado, el amigo orensano-luxemburgués y ese alemán de Aragón, vecino de barra de chiringuito, a la hora, siempre la misma, de tomarnos un pinta de cerveza.  
Y tratando de unir la experiencia de la luz con mis años infantiles me viene a la memoria que, ya en casa de mis padres, en las dependencias de la cuadra convertida en corral, existió la costumbre de proporcionar a las gallinas una iluminación suplementaria, aunque los efectos sobre la puesta no se debían, como se creía entonces, a que el tiempo para comer se prolongara, sino al número de horas de luz que, al alargarse, las inducía a seguir poniendo huevos de noche como si fuera de día. Allí, las gallinas obedecían a los interruptores eléctricos de la cuadra, mientras los gallos, fuera del corral, al aire libre, siempre cantaban, supongo lo seguirán haciendo, cuando amanece. Y antes, también ahora, me di cuenta que los relojes biológicos dependen de la luz, de ahí que con el mes que llevamos con el horario cambiado haya comprobado que todo lo que me rodea se ha desajustado: el pájaro que se despertaba y cantaba, ya no lo hace o yo no lo escucho, que esos florecidos jazmines ya no perfuman la noche, lo que me impide sumergirme en los ritmos de la Tierra, viviendo en un permanente desasosiego. Y aunque todo esté pensado para no pensar, recién cambiadas hace un mes las horas, hoy la Medusa se ha detenido a contemplar este asunto de la luz y de las oscuridades, que no es una cuestión de huevo, sino de fuero. Vale.



Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

miércoles, 12 de noviembre de 2014 in

Monigotes o champiñones de arenisca




Monigotes o champiñones de arenisca

Era viernes, un viernes de principios de noviembre. Los viajeros deseaban conocer ese tramo del litoral mediterráneo murciano salvaje y virgen y, para ello, se trasladaron hasta Bolnuevo para conocer y descubrir, a través de sendas pegadas a la costa: calas paradisíacas, paraísos del baño en la intimidad, territorios desnudos ideales para el contacto directo con el mar, finas arenas, naturaleza y, también, historia. 

Los viajeros, al apuntar el día, partieron desde su lugar de descanso en Santiago de La Ribera. Tomamos la A-7 dirección Vera y al llegar a la salida 627B, nos incorporamos  a la RM-2, dirección a Mazarrón para, posteriormente, continuar por la RM-23 y sin entrar en la localidad minera, seguir dirección Bolnuevo por la RM-332 y la RM-D6, y, una vez en Bolnuevo, tomaron la calle Pedro López Meca, hasta llegar a la explanada del muestrario donde estaban expuestas esas setas o monigotes de arenisca.

Aquella mañana nuestro atuendo fue de lo más ligero: calzado deportivo, gafas de sol, gorra, pantalón corto, suéter de manga corta, y eso sí, aun estando en noviembre,  un buen embadurnado de crema solar. Al llegar a las famosas y archifotografiadas gredas dejamos el coche en un ensanche, robado al mar, de tierra arenisca del mismo color de esas gredas: color crudo tostado. Setas gigantes frente al mar era lo que estábamos contemplando, eran, por su semejanza, como gigantes champiñones. Y ante tal muestrario de esculturas los viajeros se detuvieron a contemplar y fotografiar tales bellezas. Fue todo un embeleso colorista, del granate al crema, los que marcaban los perfiles de ese litoral mazarronero que sentíamos parecía derretirse bajo los rayos de sol y las justicieras  picaduras de las moscas; y ese calor de noviembre o verano membrillero se mostraba como congelado ante los intensos, balsámicos y poéticos azules de este Mediterráneo limpio y transparente.

Ante tal espectáculo escultórico los viajeros trataban de recordar lo que habían contemplado y dejado atrás en este su trayecto hacia Bolnuevo: un litoral abrupto donde la silueta de los molinetes arruinados de viejas explotaciones mineras, y las montañas de ganga y escoria de mil tonalidades ocres arrancadas a la tierra desde época romana, dominaban unos parajes solitarios, de calas nudistas y atardeceres sangrientos de brea y de sal;  puros desiertos pedregosos, fundidos entre su belleza y su misterio; territorios duros y ásperos quebrados por un sol cegador que sirve de alimento a brezales, lastonares de esparto, henequenes, pitas y coscojas; un paisaje africano a la orilla del Mare Nostrum colonizado por artos, orovales, cornicales, bayones, albaidas, fiel espejo donde se reflejan  esos arbustos inteligentes y de nombre poético, bien adaptados a la extrema sequía habitual del sureste murciano, que pierden la hoja en los estíos veraniegos y florecen como un arrebato de vida en cuanto aparecen las primeras lluvias otoñales. Puro desierto.


 Nos cuentan a los viajeros que estos monigotes semejantes a champiñones se formaron hace cuatro millones de años cuando un pliegue tectónico elevó el fondo marino. Y que desde entonces, el viento ha ido esculpiendo esas erosiones en un acantilado y dos esculturas naturales. Nos dicen que su silueta fungiforme se debe a las corrientes de aire marino que arrastran partículas de arena que son capaces de desgastar más la franja inferior del terreno. Y además hay una leyenda ligada a un suceso real: la noche del 16 de noviembre de 1585 desembarcaron en la bahía de Mazarrón unos 500 piratas. Según el mito, éstos huyeron cuando la Virgen se apareció frente a Bolnuevo, dejando tras de sí una bandera que, según nos cuentan, todavía se conserva.


Nuestro viaje hacia esas esculturas naturales, que a los viajeros les recordó esos Picuezo y Picueza de la villa riojana de Autol, fue una jornada agotadora en contacto con la arena y la sal, observando los fósiles que la erosión del agua y del aire han dejado a la vista, y las curiosas 'esculturas' que los agentes atmosféricos han legado a la humanidad. También lo fue de disfrute de ese maravilloso amanecer con ese su intenso sabor a mar y refrescante brisa marina.

Y, de vuelta a casa, una carretera, RM 332, en aceptable estado de conservación culebrea entre alijares y ramblas pedregosas, encargadas de desaguar el sobrante de las tormentas en unas playas de cantos redondos y negruzcos. Vale



Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

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