jueves, 1 de octubre de 2015 in

“El cordonazo de San Francisco se hace notar, tanto en la tierra como en el mar”





“El cordonazo de San Francisco se hace notar, tanto en la tierra como en el mar”

No hace muchos días mi agricultor nos recordaba, en su diario, una Greguería de Ramón Gómez de la Serna que decía que: “Si el rayo ya ha caído, el aviso del trueno sobraba”. Efectivamente, es esto lo que está pasando por estas tierras mediterráneas en este comienzo de octubre. Se acercan las tormentas, llega el tiempo de ellas y varias de sus hileras nos están barriendo estos días, de lado a lado, dejándonos un rastro de estampidos y ecos. El trueno sigue al rayo y un largo retumbo deja la huella sonora de una exhalación fraccionada en segundos. Y nada se escucha en el paisaje sonoro, sólo el atronar de los truenos, que atruenan.

Escribo cuando el crepúsculo apunta, cuando el cielo se ilumina al tiempo que lo que me rodea se apaga. Las palmeras de mi parque no son más que siluetas recortadas, y el fondo de mi mar donde se muestra la ribera de La Manga un telón negro. No se ve nada, pero desde esa oscuridad emerge una cortinilla acuosa envuelta en algodonosas nubes que, de momento, traen poca agua, mientras otras nubes traseras, más negruzcas dirimen sus asuntos a voces roncas y secas. Es insignificante, como pulverizada, el agua que cae. Parece como si cayese silenciosa animando a brotar a los resecos hierbajos abrasados por el verano. La tarde  refresca, aunque con poca intensidad, mientras los rotundos bramidos de la mar resuenan por la vaguada de La Llana, retumbando contra las escasas rocas y rodando dunas abajo. No hay nada más contundente que esta tormenta crepuscular. Todo está callado. El ronquido celeste ha hecho que los petirrojos dejen de crepitar y pasen desapercibidos los reclamos asustados de los mirlos y el ululato de ese cárabo que todas las mañanas no deja de saludarme. Y hasta ya ha dejado de sonar, estos últimos días lo hacía gloriosamente, la dulce y tenaz melopea de la chicharra.

Y en este atronador romper la hora no hago otra cosa que recordar a esa ardillita que desde hace unos meses ocupa, madrugadora y silenciosamente, el ático de esa su cabaña construida en la copa de ese pino piñonero y que ahí sigue, discreta y sin molestar. Tiene su apartamento en la teinada urdida sobre la última frondosa rama que sobresale por el vértice del tejado de un alto edificio que da sombra a los playeros que circulan hacia la playa por la costanilla de las magnolias y que muchas veces la veo descender,  después de su hartazgo de piñones, agarrándose a su corteza, en las mañanas en las que yo suelto mi emperezo y decido campear. Ella sale todas, como un reloj, con luz y cuando aprieta el sol. 

La singular ardilla de la calle Las Magnolias es mi huésped, desde el primer día en que la descubrí como tal y cada vez más apreciada y querida. La que más simpática me cae. Desde luego vecina mejor que ella no tengo, ni por hábitos ni por costumbres. Ni un ruido al levantarse al alumbrar la mañana ni menos al volver a su buhardilla después del matinal paseo, ni el más leve rastro de suciedad, ni otra alteración que ese su divertido y extraño ascender y descender y hasta corretear que incita a la sonrisa cuando se le ve sorteando todos los obstáculos en el azul matinal.


Hay días, digo, que la veo salir a su cotidiano afán, infatigable en la cacería del piñón. Pero, si yo he salido antes a apostarme junto a la charca de la costera del Mar Menor de enfrente, es ella quien sale hasta mí como queriendo saludarme y desearme suerte. La misma que yo le deseo en sus zigs zags sorteadores de obstáculos y buscadores de fortuna alimenticia. 

Observo que mi diminuta ardilla tardará aún en quedarse colgada inmóvil y cobijada bajo ese su pinus pinea, piñonero, manso, y doncel para invernar. Confío en verla aún muchas azules mañanas de mi dulce otoño y luego recriar al año próximo cuando vuelva a serle leve la tierra. La he visto siempre sola. Puede que un año de estos la encuentre acompañada, pero en estos andurriales, ahora solitarios, no debe ser fácil encontrarse a una ardilla soltera. Pero si tropieza con una, casa que ofrecerle ya sabe que tiene.

Acabada la tronada y cuando la luna llena volvió a lucir volví al paseo para aguardarla. No se me escapó y me hizo un guiño apareciendo por el pino más copudo y redondo como queriendo hacerse admirar desde la costera. La luna y también la ardilla siempre fueron de natural muy coqueto. Ver asomar la luna en soledad y en medio del mar y después de una tormenta, lo advierto, es adictivo. Ahora que ya ha pasado, permanece aún un retumbar lejano y alguna luminaria que destella, y hasta se ha serenado la tarde en el ocaso, pero persiste en aguantar todavía la lluvia, ahora mansa, aunque me apena que también ella no tardará en dejar de sonar y oler. Porque por allá de donde ha venido, el horizonte ya está de nuevo y por entero perfilado. 

La luna, la ardilla y la tormenta me despiden esta tarde. Me quedo con las tres, agradecido, para mis recuerdos, ya saben: he sufrido el cordonazo de San Francisco, lo he notado junto a la ardilla, la luna, tanto en la tierra como en el mar.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

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