Cuando la niebla coloniza mi paseo
Cuando la niebla coloniza mi paseo
“Me cuesta como nunca
nombrar los árboles y las ventanas
y también el futuro y el dolor
el campanario está invisible y mudo
pero si se expresara
sus tañidos
serían de un fantasma melancólico
la niebla no es olvido
sino postergación
anticipada”. (Hombre que mira a través de la niebla, Mario Beneddetti)
Esta semana, estimados lectores, va de nieblas y es
que un bosque de niebla en la ribera del Mar Menor colonizó mis paseos durante algunos
días de la pasada semana. Fueron esas unas mañanas en las que lo mismo se alargaban
las sombras que se acortaba el día. Y hasta en algún momento del camino,
fundamentalmente a la altura del molino, llamado de La Calcetera, el más
cercano a Las Encañizadas, hasta llegaba a pensar que el paseante estaba razonablemente
libre de ajes y alifafes, manteniéndose física y mentalmente activo e
ilusionado, arropado por esas aves que se han establecido aquí para invernar,
lo que me daba ánimos para no parecer una plepa, o pepla, o peor, un engarnio.
Y aun así ni esta calima, bruma, boira, fosca, humo, calígine, me producía ni
un gramo de murria, esa “especie de tristeza y cargazón de cabeza que hace
andar cabizbajo y melancólico a quien la padece”.
Aquella mañana pasada fue la primera vez que vi, en
mis contantes salidas por la ruta de los molinos, un bosque de niebla, producto
de este otoño, raro meteorológico, en el que como aquí todo es plano, no me ha
permitido contemplar como sobresalían visibles los peñascos de las cercanas
montañas ni cómo los roquedos y hayedos visibles brillaban al sol presintiendo
como allí arriba hacía más calor que en la hondonada.
Es ahora en estos mis paseos cuando he constatado lo
que en mis tiempos de docencia solía soltarme un compañero del departamento geográfico,
anexo a mi despacho, que la boira, esa que está colonizando mi paseo, no es
otra cosa que ese abrigo que tapa al tiempo para proporcionarle calma y
estabilidad. También llegó a decirme que “la niebla es el maná húmedo y
nutricio de las hayas que salen refrescadas y restablecidas del bosque de niebla en el que están arropadas.
Y me interrogué, aquí entre los molinos, montañas de sal y las aguas
salitrosas, sin hayas y sí nieblas ¿quién sale refrescado y restablecido? Da
igual, que nadie me resuelva esa incógnita. Sé que aquí como allí, en el llano,
en la montaña o en el valle, sobre las charcas, cuencas y corredores de los
ríos las nieblas despliegan, estos días,
un níveo velo de tul ilusión. Y recordé aquellos versos del poeta ruso
Lermontov – “la pequeña nube dorada ha pasado la noche sobre el seno de la roca
gigantessca- en los que el músico, también ruso, Rachmaninov, fue capaz de describirnos la
fortaleza de la peña y la mansedumbre de la nube en su poema sinfónico “La Roca”.
Aun con todo el caminante no hizo otra cosa que
constatar que este despliegue de evaporación, níveo velo de tul ilusión, convertida
en niebla, es un acto de rebeldía, rebeldía contra el tiempo, infame traidor.
Un acto de rebeldía contra la marcha, incesante y caprichosa, del bastardo
reloj. Es como si quisiera convertir ese instante efímero del paseo y hacerlo
lo más eterno posible, lo suficientemente eterno como para convencerme de que
lo era. Aquella mañana no hice otra cosa que fotografiar el momento, sin pausar
su cadencia, sin silenciar su musicalidad o su estruendo, buscando su esencia
más pura, buscando el desequilibrio que lo hace tangible, la asimetría que lo
hace humano, dándole protagonismo a los pasos diminutos, que nadie veía y que
pasaban desapercibidos. Y aquí quedé después del paseo escribiendo en una hoja,
como si fuese un borrador, para poder hacer con ella un avión de papel que, al
menos, fuese capaz de rozar una nube besando la tierra.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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