“Lo indicado es que en diciembre haga frío y… ¡quédese el calor para el estío!”
“Lo indicado es que en diciembre haga frío y… ¡quédese el calor
para el estío!”
“La filosofía del vagabundo se apoya en la no necesidad de nada
y el buen talante de aceptarla sin queja alguna.” (Camilo José Cela)
En este otoño y más concretamente en el mes de octubre
no he tenido constancia de que la nieve haya caído para que se pueda cumplir
aquello que suelen decir por mi tierra de: “la nieve de octubre siete lunas
cubre”. Mis agricultores lo interpretan de tal manera con sus entendederas que,
cuando nieva en ese mes, lo hace siempre otras seis veces coincidiendo con la
luna, ya sea nueva, llena, menguante o creciente en la que nevó en octubre.
Verdad o no, lo cierto es que, de momento, al menos en lo que llevamos de otoño
el refrán no se está cumpliendo a las alturas y en las zonas en que acostumbra
a nevar por estas latitudes de las montañas riojanas de manera implacable e
indiscutible. Bien sabe Dios que no ha nevado en octubre, nevó o mejor se
escaparon algunas moscas blancas en los últimos días de noviembre y no tenemos
la certeza, aunque el Calendario Zaragozano de don Mariano Castillo y Ocsiero,
anuncie “copiosas escarchas, nieve en cotas altas y en los Pirineos para el
menguante del mes en curso; temporal desapacible con nieve y granizo para la
luna nueva; dominancia y tendencia de lluvias con nieblas, ambiente húmedo y de
temple regular para el creciente y vientos muy fríos, con temporal riguroso,
con fuertes heladas y abundantes escarchas para el final del mes y en la luna
llena del día de Navidad. Es cierto que
en algún día de enero lo hará, también puede hacerlo en febrero y hasta tengo
la esperanza de que lo vuelva hacer en marzo con la primavera a la vuelta de la
esquina y cuando ya retumben los sonidos de la Santa semana. Pero habrá que esperar
al anuncio de don Mariano en su calendario del próximo 2016.
Pero sea lo que fuere me vienen a la memoria los recuerdos
almacenados de esas mini- nevadas y fríos advenidos en tiempos de los finales
de octubre, tan temidos por los agricultores, al sorprenderlos recogiendo la
fruta y los productos más tardíos del otoño, por eso mismo, por
experiencia, recuerdo que lo más temido por los campesinos era que la nieve de
octubre era siempre una llamada de inviernos muy duros. En las nevadas de
octubre, que yo recuerde, era cuando los pastores eran sorprendidos en el monte
y los mendigos en los caminos y, por eso, cuando nevaba en ese mes, la gente
encendía velas en las casas y rezaba por las noches alrededor de la lumbre
rogando por aquellos que anduvieran errantes y sin casa por esos campos y
cabañas derruidas.
Y también me vienen a la memoria todos aquellos que,
por estar alejados del campo, son despojados por ello de esa sabiduría que a
nosotros los pueblerinos nos conduce, en tiempo y perspectiva, a pararnos a ver
la luna y comprobar en el calendario cómo los refranes siguen cumpliéndose con
su tozudez de siglos. Sigo los noticiarios meteorológicos, observo que insisten
generalmente en su carácter científico, pero olvidan casi siempre el amplio
saber casuístico que los refranes resumen.
Y en estos días de frio, nieves y destemplanzas, recuerdo
a Julián, Juli o Julibor para sus convecinos, cuando se agarraba a la soledad y
al frío, se envolvía en paja trillada para reposar, descansar o sufrir cuando,
probablemente, tenía que vendarse los pies, forrados en borra, para no seguir
el camino de la amputación y para que no fuesen abrasados en la hoguera que una
de sus múltiples noches en la que el frío debía de ser tan intenso que, ni
corto ni perezoso, los metía con las albarcas puestas a calentar en esa su lumbre.
Recuerdo que Juli, pequeño en estatura, desarrapado, sucio y maloliente, nunca
dispuso para sí mismo de otro techo que el del cielo raso de las eras de su, de
toda la vida, pueblo ni de otro combustible que las maderas, troncos, leños,
tozas y los cartones que rebuscaba donde podía. Más de alguna vez hablé con él y siempre me
saludaba al grito del sobrenombre de ¡malañooo! Con el que él me conocía. Y
también recuerdo cómo en múltiples ocasiones me anunciaba, allí, junto a la
estufa de huesillo y rusiente calorífica del bar Matías, que era donde
reanimaba sus calorías corporales “que este año el invierno se presentaba muy
duro”. Era este Juli un acostumbrado a otear el cielo y obligado desde siempre
a soportar en su poyo, donde se sentaba a clasificar y no limpiar sus
caracoles, las inclemencias del tiempo y las heladas nocturnas, como todos los
vagabundos y él lo era, conocía bien los refranes y las señales que anunciaban
el inmediato futuro. En torno a él fue donde escuché por primera vez el refrán
aquel de la nieve de octubre y el que siempre, al verme, me pronosticaba.
Y el recuerdo de “Julibor” me ha hecho recordar a otro
vagabundo simpático, como si fuese su alma gemela, que conocí ya siendo hombre
formado, aunque joven. Se llamaba Paco “Tronera” y acostumbraba a recorrer los
pueblos del entorno logroñés del Valle del Iregua, pidiendo de puerta en puerta
y durmiendo, si hacía mucho frío, en aquella bodega, heredada de sus
antepasados, de temperatura pareja al verano y al invierno y horadada en la
roca de ese monte, el monte de las bodegas, que domina el pueblo. Recuerdo que siempre
llevaba puesto un mono azul, de los que utilizaban los labriegos para
resguardar el de pana que debajo se enfundaba. Este “Tronera” no sabía o no
podía hablar, siempre balbuceaba y si te sentabas junto a él veías como le
temblaban las manos y la cabeza como consecuencia de una enfermedad congénita
que la gente aseguraba era el baile de san Vito. La leyenda decía, no obstante,
que Pacotín era de buena familia y que, si andaba pidiendo, era porque quería.
Verdad o no, lo cierto es que Pacotín siempre estaba vagabundeando y que,
aunque le teníamos miedo, lo que más le gustaba era hablar con los niños. Yo me
hice amigo de él y de su boca aprendí alguna de esas cosas raras que sólo saben
los vagabundos: que nunca puedes decir que no volverás a un sitio y que lo
mejor de la vida está escrita en los caminos. Y también un día que nevaba me lo
encontré arrebujado alrededor de una lumbre obligado por esa nieve de octubre de
mal augurio al anunciar inviernos duros. Y no debía de andar descaminado el
bueno de Pacotín, pues, entre otras cuestiones, él mismo moriría años más
tarde, según me contaron luego, en medio de una nevada una mañana de diciembre,
simplemente porque nevó y la nieve, en este caso de diciembre, ya se sabe, es
mal augurio.
Aquí quedo con estos mis recuerdos: el de “Juli, Juli”
y el de Paco “Tronera”, “Pacotín”, mis dos vagabundos, mis dos personas y
pordioseros, mis dos añoranzas de un comienzo de diciembre cuando espero que la
nieve comience a caer en sus lunas al no haberlo hecho en octubre. Y, aun con
mis recuerdos y aunque caiga la nieve, seguiré saliendo a pasear todas las
mañanas, a buen ritmo, muy temprano y abrigado, cuando el sol aún no haya
aparecido o esté medio apuntando tras las aspas de cualquier molino, se llame
como se llame, y que en alguna allanada también pueden ser, cuando caiga la
noche, refugio para esos menesterosos y que al llegar al abrigo se haga el silencio sólo
roto por algún gruñido y algún silbido del cercano bando de aves durmientes. Y
hasta que ese mirlo, que ya no está solo, grite desde el suelo encharcado y
tiritando de frío. Es lo indicado que en diciembre haga frío y… ¡quédese el
calor para el estío!
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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