martes, 1 de diciembre de 2015 in

“Lo indicado es que en diciembre haga frío y… ¡quédese el calor para el estío!”






“Lo indicado es que en diciembre haga frío y… ¡quédese el calor para el estío!” 

“La filosofía del vagabundo se apoya en la no necesidad de nada y el buen talante de aceptarla sin queja alguna.” (Camilo José Cela)

En este otoño y más concretamente en el mes de octubre no he tenido constancia de que la nieve haya caído para que se pueda cumplir aquello que suelen decir por mi tierra de: “la nieve de octubre siete lunas cubre”. Mis agricultores lo interpretan de tal manera con sus entendederas que, cuando nieva en ese mes, lo hace siempre otras seis veces coincidiendo con la luna, ya sea nueva, llena, menguante o creciente en la que nevó en octubre. Verdad o no, lo cierto es que, de momento, al menos en lo que llevamos de otoño el refrán no se está cumpliendo a las alturas y en las zonas en que acostumbra a nevar por estas latitudes de las montañas riojanas de manera implacable e indiscutible. Bien sabe Dios que no ha nevado en octubre, nevó o mejor se escaparon algunas moscas blancas en los últimos días de noviembre y no tenemos la certeza, aunque el Calendario Zaragozano de don Mariano Castillo y Ocsiero, anuncie “copiosas escarchas, nieve en cotas altas y en los Pirineos para el menguante del mes en curso; temporal desapacible con nieve y granizo para la luna nueva; dominancia y tendencia de lluvias con nieblas, ambiente húmedo y de temple regular para el creciente y vientos muy fríos, con temporal riguroso, con fuertes heladas y abundantes escarchas para el final del mes y en la luna llena del  día de Navidad. Es cierto que en algún día de enero lo hará, también puede hacerlo en febrero y hasta tengo la esperanza de que lo vuelva hacer en marzo con la primavera a la vuelta de la esquina y cuando ya retumben los sonidos de la Santa semana. Pero habrá que esperar al anuncio de don Mariano en su calendario del próximo 2016. 

Pero sea lo que fuere me vienen a la memoria los recuerdos almacenados de esas mini- nevadas y fríos advenidos en tiempos de los finales de octubre, tan temidos por los agricultores, al sorprenderlos recogiendo la fruta y los productos más tardíos del otoño, por eso mismo, por experiencia, recuerdo que lo más temido por los campesinos era que la nieve de octubre era siempre una llamada de inviernos muy duros. En las nevadas de octubre, que yo recuerde, era cuando los pastores eran sorprendidos en el monte y los mendigos en los caminos y, por eso, cuando nevaba en ese mes, la gente encendía velas en las casas y rezaba por las noches alrededor de la lumbre rogando por aquellos que anduvieran errantes y sin casa por esos campos y cabañas derruidas.

Y también me vienen a la memoria todos aquellos que, por estar alejados del campo, son despojados por ello de esa sabiduría que a nosotros los pueblerinos nos conduce, en tiempo y perspectiva, a pararnos a ver la luna y comprobar en el calendario cómo los refranes siguen cumpliéndose con su tozudez de siglos. Sigo los noticiarios meteorológicos, observo que insisten generalmente en su carácter científico, pero olvidan casi siempre el amplio saber casuístico que los refranes resumen.
Y en estos días de frio, nieves y destemplanzas, recuerdo a Julián, Juli o Julibor para sus convecinos, cuando se agarraba a la soledad y al frío, se envolvía en paja trillada para reposar, descansar o sufrir cuando, probablemente, tenía que vendarse los pies, forrados en borra, para no seguir el camino de la amputación y para que no fuesen abrasados en la hoguera que una de sus múltiples noches en la que el frío debía de ser tan intenso que, ni corto ni perezoso, los metía con las albarcas puestas a calentar en esa su lumbre. Recuerdo que Juli, pequeño en estatura, desarrapado, sucio y maloliente, nunca dispuso para sí mismo de otro techo que el del cielo raso de las eras de su, de toda la vida, pueblo ni de otro combustible que las maderas, troncos, leños, tozas y los cartones que rebuscaba donde podía.  Más de alguna vez hablé con él y siempre me saludaba al grito del sobrenombre de ¡malañooo! Con el que él me conocía. Y también recuerdo cómo en múltiples ocasiones me anunciaba, allí, junto a la estufa de huesillo y rusiente calorífica del bar Matías, que era donde reanimaba sus calorías corporales “que este año el invierno se presentaba muy duro”. Era este Juli un acostumbrado a otear el cielo y obligado desde siempre a soportar en su poyo, donde se sentaba a clasificar y no limpiar sus caracoles, las inclemencias del tiempo y las heladas nocturnas, como todos los vagabundos y él lo era, conocía bien los refranes y las señales que anunciaban el inmediato futuro. En torno a él fue donde escuché por primera vez el refrán aquel de la nieve de octubre y el que siempre, al verme, me pronosticaba. 

Y el recuerdo de “Julibor” me ha hecho recordar a otro vagabundo simpático, como si fuese su alma gemela, que conocí ya siendo hombre formado, aunque joven. Se llamaba Paco “Tronera” y acostumbraba a recorrer los pueblos del entorno logroñés del Valle del Iregua, pidiendo de puerta en puerta y durmiendo, si hacía mucho frío, en aquella bodega, heredada de sus antepasados, de temperatura pareja al verano y al invierno y horadada en la roca de ese monte, el monte de las bodegas, que domina el pueblo. Recuerdo que siempre llevaba puesto un mono azul, de los que utilizaban los labriegos para resguardar el de pana que debajo se enfundaba. Este “Tronera” no sabía o no podía hablar, siempre balbuceaba y si te sentabas junto a él veías como le temblaban las manos y la cabeza como consecuencia de una enfermedad congénita que la gente aseguraba era el baile de san Vito. La leyenda decía, no obstante, que Pacotín era de buena familia y que, si andaba pidiendo, era porque quería. Verdad o no, lo cierto es que Pacotín siempre estaba vagabundeando y que, aunque le teníamos miedo, lo que más le gustaba era hablar con los niños. Yo me hice amigo de él y de su boca aprendí alguna de esas cosas raras que sólo saben los vagabundos: que nunca puedes decir que no volverás a un sitio y que lo mejor de la vida está escrita en los caminos. Y también un día que nevaba me lo encontré arrebujado alrededor de una lumbre obligado por esa nieve de octubre de mal augurio al anunciar inviernos duros. Y no debía de andar descaminado el bueno de Pacotín, pues, entre otras cuestiones, él mismo moriría años más tarde, según me contaron luego, en medio de una nevada una mañana de diciembre, simplemente porque nevó y la nieve, en este caso de diciembre, ya se sabe, es mal augurio. 

Aquí quedo con estos mis recuerdos: el de “Juli, Juli” y el de Paco “Tronera”, “Pacotín”, mis dos vagabundos, mis dos personas y pordioseros, mis dos añoranzas de un comienzo de diciembre cuando espero que la nieve comience a caer en sus lunas al no haberlo hecho en octubre. Y, aun con mis recuerdos y aunque caiga la nieve, seguiré saliendo a pasear todas las mañanas, a buen ritmo, muy temprano y abrigado, cuando el sol aún no haya aparecido o esté medio apuntando tras las aspas de cualquier molino, se llame como se llame, y que en alguna allanada también pueden ser, cuando caiga la noche, refugio para esos menesterosos y que al llegar al abrigo se haga el silencio sólo roto por algún gruñido y algún silbido del cercano bando de aves durmientes. Y hasta que ese mirlo, que ya no está solo, grite desde el suelo encharcado y tiritando de frío. Es lo indicado que en diciembre haga frío y… ¡quédese el calor para el estío!  

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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