Villarroya y…cuando lucia el carburo
Villarroya y…cuando lucia el carburo
Aquella mañana les interesó a los viajeros pasear por
calles que, tiempos ha, les fueron familiares y hasta entrañables y hoy se
encuentran señalizadas en su nomenclatura con materiales en cerámica y cristal,
sujetadas, cada una de ellas. Cada una
están suspendida a la pared con clavos antiguos rescatados de las vigas de
casas del pueblo derribadas, lijados y pulidos, encontrados entre las ruinas de
las casas. Así en nuestra andadura nos encontramos y pateamos por la plaza de
D. Pedro Celestino Jiménez; plazas de la escuela y
de la iglesia; calle Calvario que es la calle más larga y representada por el
castillete de la mina; calle capellanía; Barrio Bajero; la fuente; sol; las
eras y cortijo, todas ellas adornadas con símbolos que van desde la silueta de
la iglesia, pasando por la boca de la mina, una encina, el lavadero, la
representación de un horno comunal, un panal de miel y hasta una almazuela en
homenaje a las abuelas que remendaban mantas con pedazos.
Y recorriendo, fundamentalmente, la calle Calvario y sus
adyacentes fue donde nos dimos cuenta de que el carbón tuvo su fulgor y,
también, su oscuro ocaso bajo las entrañas de sus viales. Y que era bajo el
tuétano de estas arterias donde comprendimos que aquí todavía era posible
rastrear las huellas de un pasado de caras ennegrecidas, de pico, pala, barrena
y carburo a pesar de que ahora todo está en silencio y donde antes, en un
tiempo no muy lejano, hubo jóvenes eximidos del servicio militar por trabajar
en las minas, galerías, lavaderos, vagones, barreneros, escombreras humeantes,
que ahora están cubiertas por los olivares, pinos y carrascas que envuelven
toda esa ondulada tierra.
Deambulando en silencio por sus calles y
contemplando las grietas con las que sus casas, costanillas y plazas se
desvanecen como sombras de hollín adornadas no hubo otro remedio que pensáramos
en ese asesino silencioso, ese golpe de grisú que de vez en cuando sorprendía y
enlutaba a los hombres y mujeres de la minería de esta villa de la comarca de
Cervera del Río Alhama tras la lucha mantenida por la supervivencia y es que el
oficio fue duro y peligroso, pero, durante años, cimentó la prosperidad de este
pueblo.
Cuando nos cuentan que, a día de hoy, solamente quedan
seis vecinos en su municipio que tienen por orgullo haber depositado el voto en
las últimas elecciones generales del pasado 20 de diciembre y de forma
presencial en un minuto, es de agradecer que sea ese el minuto de gloria de
esos sus vecinos que hasta son capaces en su solidaridad minera de ponerse de
acuerdo
para tratar de ser el primer pueblo de España que antes
vota y cierra el colegio electoral. No quieren pensar los viajeros que sea sólo
esto para lo que han quedado los seis habitantes de este pueblo minero, sino
también para que los viajeros nos demos cuenta de la tristeza que comenzó a
rondar por este pueblo al entrar en crisis el combustible fósil que los
arrinconó en su pobreza, que les condujo a que la luz del carbón se apagara y
que las caras negras de los mineros difuminasen sus rostros dejando de circular
por las calles de esta su localidad amada.
La vida en este pequeño y sufrido municipio, nos dicen,
entrañaba vagonetas llenas de carbón, plazas ennegrecidas por hollín y un humo
denso sulfuroso quemando en las escombreras y visible desde varios kilómetros a
la redonda. La prosperidad de este enclave dependía de las bocanadas que se
lanzaran a cargar camiones desde esas gigantes torres de hierro y ladrillo,
repletas de torvas cargaderas de ese carbón que hasta que en los años ochenta
se decretó que su misión era lo suficientemente poco rentable como para
cerrarla. No diremos que estas minas multiplicaron una población en unos pocos
centenares de habitantes, no. No vamos a decir que, alrededor de la plaza de la
iglesia, brotaron barrios nuevos para alojar a los trabajadores-mineros, ni
tampoco diremos que se creó un cine para el divertimento de su contada
población. Si diremos que hasta hubo un economato minero, una fonda y hasta
unas escuelas. Y, también, una bonanza, gran bonanza, que el pueblo se disponía
a vivir.
Y que, aun no sacándose carbón ahora, todavía quedan
muchas veteranas manos que hoy empuñan un bastón y que tienen una larga
historia en común con el carbón, tanto que todavía quedan hombros para pasear a
santa Bárbara, su patrona, por este bien arreglado y sobrecogedor pueblo, donde
en su fiesta son capaces de rememorar muchos, demasiados, turnos de trabajo
donde era inevitable echarse alguna que otra cabezada que aliviase el
cansancio. Y, también, anécdotas, alguna anécdota de las jornadas laborales
bajo tierra que sólo ellos entienden: “El polvo, el polvo, me acuerdo del polvo
negro en el fondo del pozo. Y de su precariedad cuando nos cuenta el minero
que: “teníamos un barreño en el que nos limpiábamos al acabar la jornada,
porque salíamos negros. Conseguimos que nos pusieran una ducha cuando estaban a
punto de cerrar y lo conseguimos”.
Hoy, en las lomas que rodean el pueblo, todavía quedan
torretas levantadas. Y hasta la imaginación nos conduce a fantasear con parte
de las estructuras del artilugio que transportaba las vagonetas de carbón desde
la boca-mina directamente hasta el complejo cargador, hoy con apagón anunciado.
Hemos rebuscado información y, ni siquiera, encontramos ni en la primera,
segunda o tercera planta entre ese cementerio de papeles donde descansan para
ser ojeados cientos de rollos de información. No los había. Sólo descansando en
las paredes lucidas de blanco de una habitación desvencijada, nos encontramos
pintarrajeadas anotaciones de cifras de vagonetas portadoras de la producción
de la mina, números que tras el cierre de la galería carecen de sentido.
La vida tal como vino se fue. Hoy en invierno habitan 6
personas que viven de espaldas a la mina. La recuerdan con el pesar de que no
se haya hecho nada con ella. Las entrañas siguen ahí dormidas y tendrán que
esperar a que alguien venga a despertarlas.
Todo está invadido por rastrojos, cristales y restos de ladrillos,
cemento, derrumbes que hierros retorcidos y herrumbrosos. La desidia y el
abandono de las afueras del pueblo cubren los suelos, mientras las torretas de
las boca-minas se levantan orgullosos a las faldas del monte Gatún, aguardando
que alguien vuelva a llenarlos de vida. Aunque cada vez, la vida esté más
difícil. ¿Quién sabe si por su aridez, frialdad y hasta ruinas de tierra
abandonada pueden servir para ser escenario de rodaje? Y mientras tanto, y para su satisfacción, los
lugareños han vuelto a colocar la placa al comienzo de la calle del Calvario
tratando de honrar al minero. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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