lunes, 23 de mayo de 2016 in

La Cueva de Montesinos






La Cueva de Montesinos

“Ven conmigo, señor clarísimo que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa. De quien soy alcalde y guarda mayor perpetuo, porque soy el mismo Montesinos de quien la cueva toma nombre”. (Don Quijote)

Aquella mañana, cuando el sol marcaba su vertical y ya se divisaban las almenas del Castillo de Peñarroya, fortaleza de los Caballeros hospitalarios en el Campo de San Juan, conquistado en 1198 por las órdenes coaligadas de Santiago y San Juan, los viajeros detectamos enseguida que este guardián del pantano de Peñarroya era un castillo-fortaleza y encomienda, la más importante de la Orden de San Juan desde el punto de vista económico, que llegó a ser arrendamiento de pastos, cobro de impuestos, protección a los pobladores y almacén de los bienes de y para la orden, lo protegía una ermita del siglo XVII, Ermita-Santuario de la Virgen de Peñarroya, con un de estilo barroco decadente y un interesante retablo churrigueresco. Nos detuvimos allí lo justo y seguimos ruta ascendente de las aguas hacia Ruidera para, desde allí, ir bordeando, laguna a laguna contemplando esas aguas caídas sobre el campo de Montiel e infiltradas para precipitarse formando impresionantes barreras que más bien parecían presas naturales y que dan lugar a espectaculares cascadas entre una laguna y otra. 

Son catorce las lagunas que bordeamos: tres y media pertenecientes a la provincia de Ciudad Real: Cenagosa; Cueva Morenilla; Del Rey y Colgada que también pertenece en su mitad a la provincia de Albacete a las que se agregan Batana; Santos Morcillo; Salvadora; Lengua; Redondilla; San Pedro; Tinaja; Tomilla; Conceja y Blanca. Todas ellas luciendo un color blanco que unido a la naturaleza química del agua origina las tonalidades azul verdosa tan característica de Ruidera.

Nada más iniciar la ascensión sentimos como la mañana se iba alargando, el sol iluminaba y calentaba con más fuerza, aunque debido a relieve del valle y al clima mediterráneo continental hasta nos pareció refrescaba. Y el camino se fue alegrando entre la frescura proporcionada por la altura y el colorido de esas flores y arbustos que empezaban a hinchar sus yemas para empezar a brotar y dar color a esos campos y montes en el descenso hacia Osa de Montiel, después de entretenernos en la Cueva de Montesinos. El colorido, debemos hacer constar, hacía que el monte y las riberas de las lagunas presentasen todo un intenso colorido con una amplia gama de verdes, el verde y amarillo de los Álamos negros, contrastaban con el azul verdoso, ay esos verdosos esperalda! de las láminas de agua, que servían para que en su largo espejo reflejasen las plantas del humedal que aún conservaban los colores ocres del otoño hasta que luzcan su verdor primaveral los nuevos brotes de Carrizo, Enea y Masiega, todavía escondidos. Todo era un continuo lucir y resonar. Sonaban todos los arroyos y manantiales, el canto de la Rana común y el Sapillo pintojo, especialmente en ese comienzo del atardecer. Y por allí, como queriendo saludar y amenizar a los viajeros, se nos mostró la golondrina, el Carricero tordal, el pájaro moscón, e infinidad de currucas y mosquiteros. Y como zarceando en las superficies inundadas, aparecían y se escondían, como jugando al escondite y haciendo cortejo nupcial el Somormujo lavanco y esas agrupaciones de Patos colorados, porrones, Ánades friso y grupos de fochas que ya marcaban sus territorios de cría. Y arriba, entre peñascales, como oteando y observando a quien apresar el Aguilucho lagunero, el Azor, el Águila perdicera y el Águila Imperial.  


Y, perfectamente protegidos, exquisitamente acompañados, dejamos atrás Las Lagunas y nos adentramos entre encinas, lentiscos, sabinas, romero y tomillo formando esa mancha de monte bajo en una carretera que comenzaba a enriscarse, todo aparecía y se mostraba entre dos montes hasta que llegamos a la explanada de la cueva, era largamente pasado el mediodía, la caseta de información estaba cerrada y no había nadie a quien preguntar, una excursión de estudiantes de Secundaria que por allí andaba visitándola nos orientó, fundamentalmente el chofer que los guiaba, e hicieron que pronto encontráramos la sima, escondida entre las encinas carrascas que cubren toda la vista hasta donde el horizonte del campo de Montiel se extiende: todo ondulado, pardo y dorado. Alcanzamos a ver claramente “la boca espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahigos, de zarzas y malezas, tan espesas y intrincadas, que de todo en todo la encubren”, que don Quijote y Sancho Panza avistaron y a la que el hidalgo no dudó en bajar atado con una soga a pesar de las advertencias de su escudero. Los viajeros no dudan y no acceden a ella, se lo impide el vértigo de uno y la claustrofobia de otra. Animados y atacados por un brote de quijotismo, buscamos el capítulo correspondiente de la novela y non ponemos a leer en voz alta para los pájaros y las perdices que de cuando en cuando pasan entre las sombras de las encinas cerca de nosotros.  “Y en diciendo esto se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas, y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y excusara de encerrarse en lugar semejante…”.

Y allí en nuestras lecturas los viajeros dejaron la cavidad cárstica por la que en sus 80 metros de profundidad corre un pequeño río. No necesitaron guarecerse, hacía un espléndido día, en esa oquedad "portal" que en otros tiempos llamaban de los Arrieros, por guarecerse en ocasiones éstos a su paso por parajes, circunstancias de inclemencias climatológicas. Y tampoco nos interesó demasiado esa zona amplia conocida como la Gran Sala, de cuyo techo cuelgan multitud de murciélagos. Solo nos interesó la lectura del más famoso encantamiento de la historia de la literatura, convirtiendo a distintos personajes literarios – la dama Ruidera y sus hijas – en río y lagunas, el sentido moral y burlesco, no olvidamos que venían de la celebración de las Bodas de Camacho, de la poesía del antiguo romancero carolingio para crear una de las más bonitas leyendas con la aventura del refugio de Montesinos.

Y allí dejamos a D. Quijote soñando que las lagunas eran mujeres que habían sido encantadas por el sabio mago Merlín. Y allí, justamente allí, los viajeros entendieron que ese fragmento nos parecía uno de los más extraordinarios, mostrando claramente Cervantes su maestría en esa bajada del caballero a la cueva, episodio unitario, repartido en los capítulos XXII y XXIII de la Segunda Parte. Aquí vimos conjugarse lo cómico con lo serio, lo mítico con lo realista. Todo en un hermoso cuento de hadas que como dice el profesor Andrés Amorós: “El palacio aparece con muros “de claro cristal fabricados”, los personajes que en él viven “no comen ni tienen excrementos mayores”. (¿Sí tienen los menores? Cervantes roza, pero no cae en la caricatura quevedesca). Las ojeras y el color quebradizo de la encantada doncella Belerma no se deben a “estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aún años, que no le tiene ni asoma por sus puertas”. Todo esto, sigue el maestro Amorós, tan complejo, tan ambiguo, ¿lo ha vivido Don Quijote o lo ha soñado? ¡Quién sabe! Escribe Cervantes en el siglo XVII, el de Descartes, “La vida es sueño” y “El sueño del caballero”, de Valdés Leal. ¿Es verdad o mentira? Lo resume el incrédulo Sancho: “Yo no creo que mi señor mienta… Creo que aquellos encantadores… le encajaron en el magín toda aquella máquina”. Y Don Quijote lo acepta: “Todo eso pudiera ser, Sancho…”. Hoy lo sabemos de sobra: importa la autenticidad; la verdad objetiva queda para mezquinos bachilleres…
La lección que nos da Cervantes es clara: hay que aceptar al ser humano como es, con todas sus complejidades y contradicciones. ¿Y el lector? Cada uno decidirá: “Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere…”.

De la cueva de Montesinos hemos salido todos –no sólo el caballero– más sabios, más comprensivos y hasta más eufóricos. Es el privilegio de la gran literatura. Y lo que fue un auténtico privilegio fue ver, mientras los viajeros se trasladaban de Osa de Montiel a Tomelloso para seguir viaje hacia campo de Criptana y el Toboso, apeonar a las perdices por los campos de tierras rojizas, "royas" o rubias para esconderse tranquilamente entre esos verdes cereales adornados de amapolas donde el espliego, el tomillo, la mejorana y los cardos, manan entre las piedras confundiendo el paisaje de colores y aromas que se asemejan al arte. Eso será la semana que viene. Estos son campos abiertos al aire. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright © 

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