jueves, 8 de septiembre de 2016 in

Paz y nostalgia






Paz y nostalgia
“Si el corazón perdiera su cimiento,
y vibraran la tierra y la madera
del bosque de la sangre, y se sintiera
en tu carne un pequeño movimiento
total, como un alud que avanza lento
borrando en cada paso una frontera,
y fuese una luz fija la ceguera,
y entre el mirar y el ver quedara el viento,
y formasen los muertos que más amas
un bosque ciego bajo el mar desnudo
-el bosque de la muerte en el deshoja
un sol, ya en otro cielo, su oro mudo-
y volase un enjambre entre las ramas
donde puso el temblor la primer hoja...” (Luis Rosales)

Recuerdo cuando Grávalos era un teatro para el atardecer y cuando el sol rojo se hundía cada tarde-noche tras los montes de La Cuesta, encastrados y arropados por la Sierra de Peñalosa. Observarlo desde ese paramento llamado Santa Bárbara, cementerio ayer y ruinas de fortificación que hoy nada tienen que defender, es hoy un detenerse en el pasado tras esa imponente vista que nos conduce hasta la curva del barranco y al fondo las malezas de los huertos que le acechan. Recordarlo y verlo hoy en mi imaginación es paz y nostalgia. A esa hora ver volar los vencejos tras los insectos que pululan sobre la torre de la iglesia es absoluta belleza, y, desde arriba sentado ante un fresco porrón de vino, sonando de vez en cuando el ladrido de un perro y el rebuzno de ese rucio de color canoso es poética despedida. 


Llego al pueblo y todo me parece como ese arte efímero que, en definición de Rodrigo Cortés, es una “lipoescultura” y es que han comenzado a derruirse esas casas en miniatura blancas de cal, cierros y balcones negros, cenefas de color albero, antes como todas, ahora un testimonio. Paseando por esas mis calles de niño soy consciente de que hasta me reciben las plantas hincadas en esas macetas de hoja de lata que un día fueron cobijo de pescado en aceite y hoy son frescura y misterio, y hasta me decido a subir por esas calles empinadas que hoy hasta se me presentan como amplias escaleras señoriales. Es casi de noche, no importa, hoy ha empezado mi verano y sus ritos. Y hace un rato, por fin, me he decidido a asomarme a eso que convinieron en llamar, “Balcón de Pilatos y he visto que a las plantas ya les empiezan a fatigar los días, aunque aún estemos en lo más bajo de la estación. O por eso. Apoyado en el barandal, hermoso antepecho de mampostería, mirando despacio las hojas espesas, bien formadas, me he dicho: No quiero que este día acabe. No quiero que se acabe, aunque las macetas hayan empezado a amarillear y sus hojas pasaron del verde pálido al oro y al ocre y al marrón de herrumbre, descaecieron, murieron; se han barrido. Mientras tanto, en mi esperanza, siguen de leve amarillo y verdes, intactas. Por favor, que no desmejoren.

Así que he pensado en un largo paseo en medio de la nada, a principios del verano, aunque todavía subsisten plantados sauces, algunos chopos, sueltos álamos y mimbrales, grandes castaños de Indias y centenarias acacias. Empieza a atardecer. El cielo se espeja en el agua de la balsa junto al lavadero de Fonsorda, cruzado por nubes y vuelos de pájaros, mientras una mujer joven, de pelo negro, está sentada en un pontón, contemplando a los que pasan.

Por último, y ya vale, hoy es 8 de septiembre, Nuestra Señora de la Antigua, pequeña joya artística policromada, hierática, sedente y que en su mano derecha muestra la manzana del Paraíso como negando la comunicación con el Niño pero esperando descender y ascender, suavemente, las cuestas empinadas entre incienso, monaguillos, perfumes de otoño, cirios, música, delante filas engalanadas respetuosamente, detrás una multitud que reza como expresión de fiesta general, grande y bulliciosa,  Ella es esperada a su paso. Caras atentas, emocionadas o asombradas por esta visión de armonía sagrada. En años de chavea, más de una vez, vi procesionar a la patrona, con fervor, brillos áureos, llamas de vela, primorosamente adornada de flores. 

Y después de mi paseo observo que, poco a poco, comienza a llegar el otoño. Pasa el tiempo, las hojas se amustian, las ramas se desnudan, sopla ese característico cierzo crudo y los pájaros siguen agitándose mientras cabrillea la luz en el agua de la acequia ruborosa por su olor sulfuroso. Y ¡oh tristeza! al volver y en la curva de la carretera se me aparecieron los ojos oscuros y rasgados de mujer como chinita en la China y, además, inculta, por no decir desnaturalizada. Y entonces oí la voz de verano del grillo, en la oscuridad, y sentí una grandísima continuidad y una esperanza. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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