El Viático, preludio del barquero de Hades
El Viático, preludio del barquero de Hades
“Si el tiempo impetuoso conmueve demasiado
violentamente mi cabeza, y la miseria y el desvarío de los hombres estremece mi
alma mortal, ¡déjame recordar el silencio de tus profundidades!” (F. Hölderlin)
En esta recopilación de cosas ya
hechas y publicadas en este blog hay, probablemente, repeticiones, insistencias
sobre lo mismo, pero obedecen a tiempos y fechas distintas, y lo escrito,
escrito está. De recomponerlo o rehacerlo saldría, seguro, otra cosa, más rica
en datos, más rigurosa, pero menos espontánea, menos caliente y quizá algo
menos mío. Es por ello que al comienzo de este mes de noviembre en el que
conviven, como dice la hojita del Taco del Corazón de Jesús, la Solemnidad de
Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos quiero detenerme en
ese rito previo para dejar, presumiblemente, incompleto el prolijo rito de la
muerte que estuvo vivo hasta ayer.
Recuerdo, era niño, muy niño, que
venía la muerte tal que ladrón sin llamar a la puerta y su aparición suponía
además de grandísimo acontecimiento un hermoso espectáculo. Había la
premonición de una penosa enfermedad y el suceso se aceptaba como obligada
descarga de peso o llegaba súbita, sin avisos, y entonces se revestía de
teatral realce. En cualquier caso, la liturgia siniestra y gimiente brillaba
con esplendor. El santo Viático era un viaje a golpe de campanilla por los
laberintos de la noche entre callejuelas alumbradas con deshilas de luz. Lo
orientaban, como a los buques en su navegación, lucecitas prendidas a pábilo de
cera o aceite en las ventanitas y balcones. Detrás de cada candela o candil un
rostro abocetado contemplaba la procesión de luz. Se llegaba a la casa-destino
donde alguien agonizaba, el sacristán o el monaguillo o ambos, al mismo tiempo
que el cura, rezaban por “la salud espiritual y corporal del enfermo si le
conviene”. Era un acto solidario, solemne y tremendo. La muerte estaba allí
entre nosotros, se la olía, palpaba y los coletazos de su rabo nos castigaban
la entraña.
En las casas que decían ser ricas
se le recibía con protocolo propio, había una mesita enana, construida en
madera de ese cerezo tronzado por el abuelo y que había cultivado con primor en
el huerto, sirviendo de altar, un mantelito almidonado, bandejitas de plata
donde se depositaba el estuchito que el eclesiástico portaba en sus manos, un
Cristo tallado en marfil, sacado para la ocasión de su vitrina, alumbraba, y
candelabros, y floreros y olor a perfumes derramados.
En las casas que todos conocíamos
como pobres, al presbítero le recibía la limpia decencia y nada más. A lo mucho;
colchas tejidas a ganchillo, almazuelas de mil retales y colores, disimulando
la miseria y repartidas por pasillos y escaleras que, como lóbrega trama,
conducían a la visión de una pequeña corte de gente lloriqueante, un rostro
tinto de livideces y un humo flotante, pegajoso y movedizo. En las casas pobres
no se conocían alfombras y las suplían con haces de hierba y junco prestando
sus aromas silvestres, para ahogarlos, al olor dulce y caliente de la cuadra
donde un pollino era sorprendido por el lujo de la luz, la sorpresa de las
voces y el trajín. Respondía a la provocación con un lastimero rebuzno. Y al
fondo las voces de los parientes quejosos con las palabras de siempre: “no
somos nada”, “si rebosaba salud”, dichas del mismo modo de siempre. Y los rezos
leyendo oraciones para el caso de libros muy antiguos y con letra gorda,
repitiendo la monserga de plegarias dedicadas al trance.
Lo dejo como está, a lo hecho
pecho, a lo dicho, dicho, pido mis disculpas que quiero y confío sean
atendidas. No me justifico, solo me explico en algo que viví y colaboré y ahora
en los días del Tenorio recuerdo. Era niño, muy niño. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Fotos del
cementerio del pueblo de Ambas Aguas- La Rioja-Copyright ©