martes, 29 de noviembre de 2016 in

Bucólica descripción




Bucólica descripción

“En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: - ¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera! ¡Adiós, Pinín!” (Leopoldo Alas “Clarín”)

Estimados lectores, no impacientarse hoy con lo que aquí les voy a narrar. Todo es producto de la fantasía, pudo no existir y ser pura coincidencia, o no…, como cualquier parecido con la realidad. 

Ya sé es un sueño. Deténganse a contemplar su fotografía. Ahí están las ocho. No se las han devuelto a mi agricultor y no ha podido ponerles nombres. Recuerda que una se llamaba Careta. No importa. Mi agricultor se fue acostumbrando a lo largo de su vida a que no le devolviesen nada, absolutamente nada, incluso lo que le perteneció. Todo lo hizo con su sudor, con el sudor de su frente, también el de su sufrida mujer, y hasta llegó a soñar con una gran piara. Se lo impidieron, no fuese a superar el rebaño ese gran rebaño propiedad de los falsos donantes prometedores. Es cierto que todo lo anterior fue un cuento como aquel que ahora recuerdo. Ese que Leopoldo Alas publicó, a finales del siglo XIX, y tituló “¡Adiós Cordera!”, en el que no se refería a los corderos y a sus madres, como los de la fotografía o parecidos, sino a esa Cordera que era una vaca. ¡Qué más da! 

Mi agricultor, como si esto fuesen escenas de la posguerra, que lo son, recuerda cuando  caminaba junto a su hambre, con tapabocas, por las escarchas y los nevazos sollozando por la carencia de ternura y privación de sensibilidad cuando el matriarcado, en el trasfondo de aquel tiempo, nos asustaba a tantos y se presentaba como espiritualidad fraternal, un tanto fútil, donde la casa, la gran casa, encarnando algún que otro vicio, quería demostrarnos y hasta presentarnos que el campo y las grandes familias encarnadas en esa mini-población rural atesoraban todas las virtudes. Mi agricultor nunca vio esas virtudes y hasta llegó a caer y creer en un maniqueísmo específico que le condujo a saber, nada había más sencillo para él, dónde estaban los buenos y donde los malos, hasta que supo deslindarlos entre esos agricultores, dueños de muchas tierras, latifundistas y hasta “señores” de todo el padrón. 

Constata mi agricultor, que, aún hoy, todavía perdura el maniqueísmo y no es infrecuente verlo asido en esos herederos que se vanaglorian de ser habitantes de la ciudad, donde se dispone de teatros, orquestas sinfónicas, museos y una intensa vida cultural, que jamás se acercaron ni se acercan a ella. Mi agricultor prefiere no fanfarronear y quedarse en la serenidad y en su sosiego pastoril donde parece que nada malo puede suceder hasta que, un día, en ese aparente paraíso, salga algún fulano capaz de realizar alguna fechoría, pero, ¡por favor!, que no sea como aquella de Bodas de Sangre.

Sepan todos aquellos que, en la ciudad, además de cultura no cultivada, hay marginación, carteristas, okupas, ladrones, revientalunas, cocaimanos y traficantes y hasta algún recurrente al utilitario coche amarillo para transportar sus enseres y esconderlos en esa caja de caudales camuflada en un armario de esa casa de hospedaje como escondrijo de algo paradisíaco donde en alguna ocasión tuvieron que recurrir a tintar el ganado para evitar que se lo llevasen. Me hubiera gustado preguntar al litigante conductor del coche amarillo, aunque sus aficiones rurales no se encuadren en un entusiasmo descriptible, si aun teniendo un utilitario coche amarillo puede informarnos en vivo y en directo si en esos celestiales lugares apostaderos existían corderos azules, vacas rojas y cosas así diluidos y mezclados entre los colores de la ropa.

Mi agricultor, no hace muchos días, se topó, aunque él no lo reconoció, cuando caminaba por un sendero con un fulano portando sobre sus hombros un níveo corderito que denunciaba ser el dueño o el ladrón, pero eso lo sabremos otro día. Lo que si es cierto es que los ladrones no suelen diferenciar entre el campo y la ciudad, y que su sentido de lo bucólico se basa en el botín.
“¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo.  ¡Oh!  bien hacía la Cordera en no acercarse.  Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo.  Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte.  El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera! ¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, níveo corderito! Y recuerda que "cualquier parecido a la realidad es pura coincidencia". Vale.

PD. Mi agricultor, cuando ya el sueño de sus recuerdos había llegado al final, constató que aquella piscina, alberca o pileta que, en tiempos, dicen las arpías, pudo ser llenada con papel de curso legal hoy ha sido sepultada con despojos de casas de abolengo, derruidas y hasta, en tiempos pasados, despreciadas. Vale, ahora sí.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©


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