Mis escaleras, alfombradas de tostados
Mis escaleras, alfombradas de tostados
“La tierra es azul como una naranja y el otoño, que es uno y
repetido, porque cada otoño se suplanta a sí mismo eternamente y sin descanso,
es dorado y tierno y un poco triste, como los últimos jazmines”. (Paul Eluard)
Subo desde la calle pisando las primeras hojas que han
caído con el viento y soñando con esa lluvia tibia, ¡por fin!, como un tazón de
ese consomé que el día me invita a tomarlo. El día está desapacible y ya están
aquí las primeras lluvias, los primeros fríos del otoño y apetece llegar a
casa; sin ellos y con ese viento tan cálido que me abrigaba me harán recordar
que los turiones de las peonías estaban a punto, a no más tardar para emerger
de la tierra, que quedaba muy poco para que el alimoche, ese buitre que parece
un gallo y que tiene un negro puro y un blanco sucio en el plumaje por lo que
recuerda a la cigüeña, llegase desde África con los vientos del sureste a
esperar el parto de alguna oveja para alimentarse de la placenta, aunque
siempre se lo arrebatase la urraca, y luego el grajo. Bajo esta lluvia que aquí
resbala por las traviesas, empiezan a florecer en el monte los ciclámenes
blancos y en las tapias de las iglesias abandonadas las hiedras, las bayas
nazarenas metálico, el acebo y las verdes esparragueras silvestres y esas moras entre zarzas. Días de
otoño en los que aparece que, por el sureste, alguien se hubiera dejado una
puerta abierta.
Escribo frente a la ventana viendo a los niños,
cogiditos de la mano de sus madres, acudir a sus colegios. Tengo la nítida
sensación de que ha cambiado la luz, ¡eureka!, de que todo tiene un color un
poco más frío, de que la claridad de la mañana tiene otro tono y hasta otro
ritmo, como si, de verdad, ya fuese otoño. Es otoño. Otoño es una palabra del
mismo tamaño que el color gris, un tiempo que avanza de la única forma que
sabe, apresurado, para desembocarnos día a día en atardeceres cada vez más
breves e intensos, en amaneceres más húmedos y más fríos, aunque haya que
esperar todavía a que la hora cambie.
Observo que ha cambiado la luz y la claridad de la
mañana, su tono y hasta su ritmo. Se ve en la mirada de la gente, en su gesto
ante el café y ante la vida. Tengo en la boca el regusto de la fruta recién
comida, el recuerdo del sabor, que es sabor ausente. Evoco el verano en su
perfume todavía perceptible y algunos nos haremos la vana ilusión de que aún no
se ha ido del todo. Pero después de la alegría, de la despreocupación estival,
todo vuelve a su ser, a su normalidad. Uno sabe que ha regresado a la rutina
cuando las tardes de los domingos recuperan su condición de interminables.
La tierra es azul como una naranja, opinaba Paul
Eluard, y el otoño, que es uno y repetido, porque cada otoño se suplanta a sí
mismo eternamente y sin descanso, es dorado y tierno y un poco triste, como los
últimos jazmines. Y mis escaleras, alfombradas de tostados. Vale.
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