jueves, 19 de octubre de 2017 in

Mis escaleras, alfombradas de tostados






Mis escaleras, alfombradas de tostados

“La tierra es azul como una naranja y el otoño, que es uno y repetido, porque cada otoño se suplanta a sí mismo eternamente y sin descanso, es dorado y tierno y un poco triste, como los últimos jazmines”. (Paul Eluard)

Subo desde la calle pisando las primeras hojas que han caído con el viento y soñando con esa lluvia tibia, ¡por fin!, como un tazón de ese consomé que el día me invita a tomarlo. El día está desapacible y ya están aquí las primeras lluvias, los primeros fríos del otoño y apetece llegar a casa; sin ellos y con ese viento tan cálido que me abrigaba me harán recordar que los turiones de las peonías estaban a punto, a no más tardar para emerger de la tierra, que quedaba muy poco para que el alimoche, ese buitre que parece un gallo y que tiene un negro puro y un blanco sucio en el plumaje por lo que recuerda a la cigüeña, llegase desde África con los vientos del sureste a esperar el parto de alguna oveja para alimentarse de la placenta, aunque siempre se lo arrebatase la urraca, y luego el grajo. Bajo esta lluvia que aquí resbala por las traviesas, empiezan a florecer en el monte los ciclámenes blancos y en las tapias de las iglesias abandonadas las hiedras, las bayas nazarenas metálico, el acebo y las verdes esparragueras silvestres y esas moras entre zarzas. Días de otoño en los que aparece que, por el sureste, alguien se hubiera dejado una puerta abierta. 

Escribo frente a la ventana viendo a los niños, cogiditos de la mano de sus madres, acudir a sus colegios. Tengo la nítida sensación de que ha cambiado la luz, ¡eureka!, de que todo tiene un color un poco más frío, de que la claridad de la mañana tiene otro tono y hasta otro ritmo, como si, de verdad, ya fuese otoño. Es otoño. Otoño es una palabra del mismo tamaño que el color gris, un tiempo que avanza de la única forma que sabe, apresurado, para desembocarnos día a día en atardeceres cada vez más breves e intensos, en amaneceres más húmedos y más fríos, aunque haya que esperar todavía a que la hora cambie.

Observo que ha cambiado la luz y la claridad de la mañana, su tono y hasta su ritmo. Se ve en la mirada de la gente, en su gesto ante el café y ante la vida. Tengo en la boca el regusto de la fruta recién comida, el recuerdo del sabor, que es sabor ausente. Evoco el verano en su perfume todavía perceptible y algunos nos haremos la vana ilusión de que aún no se ha ido del todo. Pero después de la alegría, de la despreocupación estival, todo vuelve a su ser, a su normalidad. Uno sabe que ha regresado a la rutina cuando las tardes de los domingos recuperan su condición de interminables.

La tierra es azul como una naranja, opinaba Paul Eluard, y el otoño, que es uno y repetido, porque cada otoño se suplanta a sí mismo eternamente y sin descanso, es dorado y tierno y un poco triste, como los últimos jazmines.  Y mis escaleras,  alfombradas de tostados. Vale.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©


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