Una de las mías en Nochevieja
Diana y sus ninfas cazando, de Pedro Pablo Rubens
Una de las mías en Nochevieja
Un silencio especial, distinto a todos los
silencios conocidos, envolvía la casa, la fuente, el lavadero y la balsa. El
blanco manto cubría los tejados y las calles, se asentaba en el alféizar de las
ventanas, envolvía los bardales, se apoderaba de los campos, embozaba los
ribazos, transfiguraba el monte, desfiguraba los caminos y ventiscaba “El Puerto”.
El humo de todas las chimeneas se perdía en el gris espeso de las nubes bajas.
Las ovejas recién paridas, con los zarzos de la majada abastecidos de paja
trillada de trigo, revuelta con sueltos granos de cebada o esparceta, balaban
con un balido largo y dulce buscando a sus caloyos.
Con ese pasado recuerdo me dirijo hacia
ese otro de aquellas cenas y, también, de aquellas recetas, más las de
Nochebuena que las de Nochevieja. Todos esperando y mi madre, ¡ay mi madre!,
nerviosa porque mi padre, boina calada, piel resecada, barbas de siete o quince
días y frío, todo el frío del mundo, con la humedad metida en su cuerpo,
llegara. Todos, en esa espera, estábamos ante un tablero enorme. Una casita con
dos altos y algo destartalada, fría y húmeda, muy húmeda, como recogiendo todo
el remojo del agua arrojada por los caños de la “Fuente Dura” sobre la cual se
asentaba. La espera giraba en torno a una mesa, ahumada por ese no arder de
unos verdes y recién podados sarmientos, donde todos parecíamos gente mayor venida
de más allá de las nieblas. Chiquillos como yo, a medio criar, y eso que era el
mayor, observando al padre recién llegado, con su liado cigarrillo de cuarterón
en sus labios y un aroma a noche larga, antigua, aguardentosa; algo de musgo en
el mármol de ese aparador rinconero, una botella de nombre extraño, una
temperatura de ¿familia? vieja, trasterrada; una forma de España en platos de
comida lenta; un Dios por criar en el pesebre de las cosas; esa blancura de la
inocencia, ese frío de entonces, ese cierzo que silbaba entre las grietas de
esa ventana desvencijada; el calor de la fogata desmigando las paredes del
invierno; ese aliento que quemaba los silencios; ese preámbulo de los
villancicos, sin cantar, y del vuelo de las faldas…Y al final, todos a la cama,
a dormir como lirones, no había para más y eso que, según dicen, éramos ricos,
aun siendo pobres. Era la hora cuando
el personal se acicalaba para salir, disfrutar de las hogueras, de las
“Salvadas” y hasta de esas inexistentes y soñadas campanadas para recuperar la
conciencia el uno de enero.
Y en esa recuperación de conciencia, es de
justicia recordar esas notas de historia gastronómica que, en vísperas de esta
Nochevieja de 2017, me vienen al pelo para disfrutar de una de las recetas con
las que mi madre solía obsequiarnos en aquellas Nochebuenas donde la luz
iluminaba el banquete por las rendijas de los balcones y el ruido de los
panderos, zambombas que estremecían aquella nuestra casa donde los sentimientos
entraban en ella como cuña a mano, rompiendo y desbaratando.
Y ante ese cuadro se me presentó Diana, la
más popular en nombre romano, además del más eufónico; pero la Diana romana
fue, para los griegos, Artemisa, una de las diosas más celosas de su
virginidad, que regía los bosques y la caza; de hecho, su imagen la representa
como cazadora, armada con el arco y las flechas que, cuando era poco más de una
niña, le forjaron Hefestos y los Cíclopes.
En una ocasión, molesta con el rey de
Calidón, Eneo, por un quítame allá ese sacrificio, envió un jabalí monstruoso
que devastó la región. Se organizó una cacería, en la que participaron los
mejores cazadores griegos, entre ellos varios argonautas y la ligera Atalanta,
consagrada a Artemisa. Parece que fue Meleagro, hijo de Eneo, quien acabó con
el jabalí; otros dicen que cedió el honor a Atalanta. El hecho es que Meleagro
se enfrentó con sus familiares, y su madre, en venganza, provocó su muerte. Sus
hermanas lloraron tan amargamente su pérdida que Artemisa, no sabemos si
apiadada o harta, las convirtió en aves cuyo plumaje está lleno de manchas
negras: las pintadas, cuyo nombre científico hace referencia a sus dos
orígenes: el geográfico (africano) y el mitológico: Numida meleagris.
Con su otro nombre, gallinas de Guinea,
fueron consideradas durante mucho tiempo aves ornamentales, aves para lucir en
parques y jardines; pero las aves ornamentales, en principio lo fueron las
gallinas, suelen acabar en la cazuela: ni el pavo real ni el cisne se libraron
de ser asados en su día, y el faisán y la pintada siguen siendo huéspedes de
los mejores hornos. La pintada agradece escoltas vegetales, más bien frutales:
uvas, naranja...
Hay que señalar que el ave de Artemisa
suscitó confusiones con el pavo; no ha lugar: el único pavo conocido en Europa
hasta el siglo XVI fue el pavo real; el común, llamado por los españoles
originariamente “gallo de papada”, es oriundo del Nuevo Mundo, concretamente de
la Nueva España, y no tiene nada que ver con la casta Diana o Artemisa.
Difícilmente mi madre, ¡ay mi madre!,
tenía esos conocimientos históricos-gastronómicos-grecolatinos, pero cocinaba
como los ángeles, si es que los ángeles llegaron a cocinar y, en su homenaje,
ahí va esta receta recordando ese plato con aquellas aves de corral elaborada,
como guiso de pintada, con vino dulce y acompañada de frutos secos: almendras,
orejones, ciruelas, piñones y pasas.
Ingredientes:
Para 6 personas:
1 gallo o capón, mejor
si es pintada, troceado.
6 cebollitas moradas.
2 pimientos verdes
3 dientes de ajo
100 g de orejones de
albaricoque, de los secados en cañizos
100 g de piñones
100 g de almendras
100 g de ciruelas secas,
Ella utilizaba las secadas por si misma
1 copa de vino fino
1/2 l de vino blanco
moscatel
1 copa de vinagre de
Jerez
aceite de oliva
sal
pimienta
romero
perejil picado
Elaboración:
Sofreír los ajos en una tartera con un
buen chorro de aceite de oliva. Salpimienta los trozos del gallo, pollo o capón
y dorarlos en la tartera. Retirar la carne a una fuente e incorporar las
cebollitas y los pimientos picados. Dejar que se pochen o caramelicen unos 10
minutos.
Introducir los trozos de gallo, pollo o
capón, un vasito de vinagre, el vino fino y el vino dulce. Salpimentar y dejar
que el alcohol se evapore. Verter agua y cocinar el guiso entre 50 o 60 minutos
aproximadamente.
Para la guarnición, poner los orejones,
las almendras, las ciruelas, las pasas y los piñones en una sartén con aceite
de oliva. Salpimentar y añadir una ramita de romero y perejil picado. Saltear
brevemente os frutos.
Incorporar los frutos secos al guiso, dale
un meneo a la cazuela, espolvorear con perejil picado y servir.
Y el Vino
¡Ay el vino! El vino lo ponía mi padre, de
sus trabajadas viñas y de sus sudores, no los de otros. Era vino de cosechero.
Siempre, siempre en una línea excelente. Un vino para todos aquellos que
quisieran gozar de las virtudes de los mejores tintos de Rioja, pero sin
gastarse lo que no está en los escritos. Era un vino áspero y rasposo en boca,
buena longitud, marcado por la fruta roja y sin crianza. Era un clásico vino
del año, recién descubado. Para beber en todas las épocas del año y con todo
tipo de comidas. Y en esta ocasión también con el gallo, capón o pintada, por
supuesto.
Vamos, como si fuese un Marqués de Riscal.
Y siempre dejándose querer.
Adiós, va a llegar la NOCHEVIEJA, buen provecho, mucha felicidad
y, también, paciencia. Y como le dijeron a Orfeo: ni una mirada atrás hasta no
haber salido.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©